Ocultar la realidad nos hace objeto de un malestar mágico y deshumanizante
Por Javier Fernández
Ser adulto no garantiza que se entiende lo que sucede en el interior de los niños, es decir, sus vivencias, su percepción del mundo, sus reacciones ante experiencias dolorosas o las fantasías que generan para tramitar su realidad. En general, los adultos creen saber por experiencia qué es lo más conveniente para los chicos, y los piensan frágiles, vulnerables e incapaces de tolerar situaciones penosas y angustiosas.
Vivir al niño con esas características, mientras que la capacidad y fortaleza de sostener los sentimientos dolorosos se dejan al adulto por el simple hecho de ser mayor, es una dinámica común. ¿Por qué sucede así? Cuando en la mente se albergan emociones intolerables es necesario despojarse de estas, expulsarlas para que no dañen la estabilidad emocional. De esta manera, se prefiere afirmar que los niños son impotentes y débiles, en lugar de asumir que aquellos son rasgos inherentes al ser humano y que pueden surgir en cualquier momento de la vida. Ante situaciones difíciles, se piensa en protegerlos, cuidarlos y ahorrarles cualquier tipo de sufrimiento, sin embargo, se comete el error de mentirles y ocultarles la realidad.
Es común que el motivo de consulta de los padres que se van a separar o divorciar sean los hijos. La mayoría expresan que no quieren que lo sientan, que esperan que no se angustien, o que no saben cómo explicarles para que no sufran. Muchos de ellos construyen estrategias para evitarles, a toda costa, que contacten con el dolor que la separación les va a generar, pero paradójicamente les destruyen la posibilidad de enfrentar la realidad que les acontece. Todos sus intentos conducen a una mentira o un secreto, por ejemplo, llegan decirles que “papá está trabajando más en estos días, por eso no llega a la casa”. Es fundamental que cuando salgan del consultorio tengan claro que, al verbalizar la situación dolorosa, son las palabras verdaderas las que posibilitan que los niños y ellos mismos la comprendan. Sin duda, esto provoca sufrimiento en los hijos, pero ese es el momento cuando los padres deben contener las emociones de tristeza, enojo y desesperación de sus pequeños. Algunos afirman que podrían quebrarse y unirse al llanto. Esta sería una reacción natural, pues se toca su propia fragilidad. No obstante, frente a los chicos, es mejor que puedan mostrarse como el sostén emocional de sus angustias.
Mentir y ocultar la verdad a los niños tiene consecuencias. F. Dolto (1965) señala:
«Todas las situaciones que conciernen al niño y cuya divulgación no se le permite; o peor aún, en algunos casos se le oculta de la realidad, que él de todas formas padece, sin permitirle que se reconozca en ella ni tampoco que conozca la verdad que percibe en forma muy fina, y al faltarle las palabras justas para traducir su experiencia con los que la comparten con él, se ve inducido a sentirse extraño, objeto de un malestar mágico y deshumanizante». (p. 20)
Los niños se vuelven presa de una confusión que se vive mágica, en palabras de Dolto, pero también desconocida y abrumadora. Una de las principales salidas que encuentran para deshacerse de esta sensación es asumir una función del sistema familiar que no les corresponde, la del padre o de la madre, para de mantener un equilibrio. Ejemplos de ello son las familias que esconden una adicción, una depresión, una enfermedad terminal o incluso la muerte de uno de sus integrantes (padre, madre, hermano, etc.). Los chicos sin saberlo se vuelcan a cumplir las funciones del miembro de familia ausente, metafórica o literalmente hablando. Lo único que evita colocarlos en ese lugar es no falsificar la situación, por más dolorosa que sea. La verdad en las palabras es lo que puede formar a una persona sana en su realidad psíquica, dinámica y orientada hacia un futuro abierto (Dolto, 1965).
Referencias
Dolto, F. (1965). Prefacio. En M. Mannoni. La primera entrevista con el psicoanalista (pp. 20-21). Gedisa.