La música y los ritmos del proceso psicoanalítico
Por Cristóbal Barud
Suavemente, en el crepúsculo, una mujer me canta;
Llevándome de regreso por la vista de los años, hasta que veo
Un niño sentado bajo el piano, en el estruendo de las cuerdas vibrantes
Y presionando los pequeños y equilibrados pies de una madre
que sonríe mientras canta.
D.H. Lawrence
La tendencia natural para organizar y categorizar ha otorgado la siguiente descripción a la música: una sucesión de sonidos y silencios organizados en el tiempo. Se alude a su relación con el mundo material y se describe la experiencia musical como un mecanismo de relojería, cuyas piezas pueden ser desarticuladas y expuestas sobre una mesa para ser examinadas. Leibniz (citado en Racker, 1952) define la experiencia musical como la cuenta matemática del alma y su regocijo frente a dicho conteo, similar al del universo.
El vértice psicoanalítico no aspira a entender si el universo lleva una cuenta inexorable en cuya sintonía se inscribe la experiencia musical. Sin embargo, sabemos que nuestra concepción inicial del ritmo probablemente esté ligada a la sucesión de presencia y ausencia de los objetos que proveen satisfacción, sostén y alivio frente al desamparo del hambre. Si el universo entero del infans es la presencia de un objeto necesario para la supervivencia física y la conformación de una mente capaz de metaforizar y fantasear como bálsamo frente a la espera y la frustración, entonces se puede pensar que el ritmo y la musicalidad son transformaciones de experiencias crudas, como el grito, el ritmo de la espera o la cuenta del tiempo. El ritmo y el vaivén no abandonan sino hasta que la muerte le pone un fin. La música transforma el ruido del grito en canto, el silencio de potencial mortífero en una cuenta que alivia o que incluso, en la ausencia, enriquece la vida.
Dado que es siempre un reto estudiar algo sin desbaratarlo, es decir, sin hacerlo menos complejo o caricaturizado, lo mismo pasa en el ámbito de la musicalidad: es mejor experimentarla que explicarla. Parece habitar en un universo distinto al de las palabras y, si bien existe música que conlleva palabras, sabemos que su riqueza puede penetrar hasta la piel, más allá de las palabras. Quizá un análisis psicoanalítico de la música podría abordarse desde el rubro de su contenido simbólico, aunque parece más interesante centrarse en sus aspectos que ligan la percepción con la imaginación, como sustrato de las experiencias más ricas de la humanidad.
Acaso la música sirva como puerto de partida para al estudio de aquello que trasciende el ámbito del habla y la metáfora, para insertarse en el terreno difuso de la sensación corporal y su nexo con la simbolización y la atribución de significado. La experiencia musical, aunque íntimamente ligada a aspectos neurológicos (Sacks, 2015), da cuenta también de aquel punto en donde la mente se liga al cuerpo, al modo en que éste se sintoniza con el ritmo, una materialización de las experiencias de espera y satisfacción que tan bien explican las diversas metáforas del psicoanálisis. Quizá nuestra relación con la música hace emerger las costuras entre la mente y el cuerpo, que Freud ya había intuido al referirse al concepto de pulsión. La música pareciera ser también una de esas infinitas suturas que colocamos entre el afuera y el adentro para dar cuenta de un sinfín de afectos cuya enunciación es complicada. A veces, un canto también es un vendaje sobre una cicatriz. Bien decía Freud que el terreno del arte representaba una estación de tránsito privilegiada para lo inconsciente. Aunque siempre pensó que estos modos de expresión representaban una regresión temporal, cronológica y formal, en tanto constituyen un recurso expresivo distinto al lenguaje.
La sesión analítica funciona de un modo parecido. Diferentes capas conforman el material de trabajo de un paciente. Siempre está presente aquello que se expresa a través de la palabra, pero también la musicalidad del paciente. Más allá de referirse a los componentes aislados, como el tono o el matiz e inflexiones de la voz, se habla de la trasmisión misteriosa de afectos y estados internos, de ritmos, puntuaciones, articulaciones que dan cuenta de un mensaje profundo, como el llanto de un bebé mutado y refinado.
La voz del analista tiene, a su vez, musicalidad, dado que ambos participantes de la pareja analítica están armados con los mismos cimientos. Se intuye hoy que aquel lenguaje primitivo, aunque habría que decirle profundo, pervive en todos. De tanto en tanto, aflora en un canto angustiado, en un pedido de ayuda o a través de la música chirriante de la hostilidad o la desilusión. A modo de experiencia musical, con sus ritmos y cuentas, el proceso psicoanalítico resalta aquel regocijo ante la cuenta y lo hace consciente. Para algunos, hace llevadera la cuenta entre encuentros y ausencias; para otros, muestra cómo, en el complejo drama de títulos, relaciones, separaciones y emprendimientos, se incrustan los ritmos del amor y el desamor.
Cuando el propio ritmo y la cuenta de la vida misma están perturbados para algunos pacientes, quienes tienen dificultad en transformar un grito en melodía (aun una canción sufriente), la musicalidad del analista, su tono, más que el mensaje, hace las veces del canto de aquella madre que, al inicio de la vida, hubo de prestar su ritmo y poesía. El análisis suele representar esa posibilidad de transformar ausencias dolorosas o excesos desbordantes en melodías que toman forma gradualmente, atemperando tensiones e introduciendo un orden rítmico para el psiquismo, donde antes había ruido incomprensible o lacerante.
Referencias
Berman de Oelsner, M. y Oelsner, R. (1999). Entrevista a Donald Meltzer. Psicoanálisis APdeBA 21(1). Pp. 9-19
Racker, E. (1952) Aportación al psicoanálisis de la música. Revista de Psicoanálisis. 09(01), pp. 3-29
Sacks, O. (2015). Musicofilia: relatos de la música y el cerebro. Anagrama.