La identidad en la adolescencia y el reordenamiento de las identificaciones
Karina Velasco Cota
No sigo el camino de los antiguos:
busco lo que ellos buscaron.
Matsúo Basho
Con bastante frecuencia se piensa en la identidad como un constructo que se materializa durante y, particularmente, al finalizar la adolescencia. Esta creencia probablemente está relacionada con el hecho de que durante esta etapa efectivamente tienen lugar cambios importantes que reajustan la vida de una persona; para empezar, el cuerpo se transforma súbitamente, la mente se reorganiza y el rol social evoluciona y se amplía. La búsqueda de espacios de individualidad y los cuestionamientos sobre quién es uno son evidentes y se convierten en el eje central en este momento. Pensemos, por ejemplo, en el alumno que el año pasado solía sacar buenas notas y mostrarse complaciente frente a la autoridad del maestro y ahora ostenta una actitud de confrontación, de ironía o cinismo, o bien, en los chicos que se encuentran frente a la elección de carrera, la definición de la orientación sexual o la búsqueda de participación social, como los que formaron parte en el movimiento estudiantil del 68 o los que hace unos años conformaron el “yo soy 132”.
Sin duda, la adolescencia es un momento de ímpetu y conmoción –de movimiento y crisis– que apunta a una transformación; no obstante, hoy en día sabemos que la identidad no eclosiona ni se concreta definitivamente en esta etapa, sino que es en sí misma un proceso que se mantiene en curso a lo largo de toda la vida, desde las etapas más tempranas hasta la vejez.
La palabra identidad entraña en sí misma una dualidad. Alude a la unicidad del individuo y simultáneamente a los atributos que compartimos con otros, esto es básicamente porque la singularidad y el sentimiento de sí mismo se forja en primera instancia sobre lo que adoptamos de otros y está estrechamente relacionada con las identificaciones. Para Freud, la identificación es un complejo proceso psicológico a través del cual una persona asimila un aspecto de otro transformándose, total o parcialmente, sobre el modelo de éste (Laplanche y Pontalis, 2008). Esto quiere decir que el camino hacia la diferenciación parte necesariamente de la semejanza. La identidad, a manera de un trencadís –que en catalán designa una técnica de mosaico–, es una composición diseñada a partir de incontables fragmentos de otras construcciones, todos ellos de diferentes formas y colores, los cuales, al integrarse armoniosamente en una unidad, cobran originalidad, movimiento y vida.
Además de Freud, psicoanalistas como Lacan, Winnicott, Mahler, entre otros, teorizaron que el bebé en un principio se vive en una unidad ilusoria con su madre de la que se irá diferenciando poco a poco. Autores con una perspectiva teórico-clínica distinta, como Klein, consideran que desde el inicio de la vida el pequeño establece una relación con la madre, una madre que no es él mismo, pero que de alguna manera es depositaria de aspectos suyos, lo que supone un grado de confusión entre el yo y el no-yo. Esta perspectiva difiere de la anterior sobre todo porque esboza un vínculo dinámico en el que la experiencia del infante estará matizada por sus propias emociones y fantasías.
Pese a las divergencias de estos enfoques, ambos consideran que el desarrollo psíquico gravita en torno a la posibilidad de que el infante pueda emprender la ardua tarea de distinguirse y separarse de la madre para interesarse e identificarse gradualmente con otros como el padre, los hermanos, abuelos, tíos y, más adelante, los niños del colegio, los maestros, etc. Estas relaciones ineludiblemente se forjarán sobre el molde de aquel primerísimo vínculo.
Cuando la biología se impone y la pubertad irrumpe a través de los cambios corporales, la relación que el todavía niño tiene consigo mismo y con los otros sufre un impacto. La demanda pulsional, la renuncia edípica y la necesidad de rodearse de otros semejantes a él –atormentados por la violencia puberal– impulsan al chico o la chica a buscar objetos de interés fuera del seno familiar. Es el momento en el que algún artista o líder de opinión se abre paso en la escena familiar desbancando a la madre o al padre, para convertirse en el nuevo blanco de interés y admiración del adolescente. Estas elecciones, pese a que están ancladas en los primeros objetos de amor: los padres, son novedosas y permiten la reorganización de las identificaciones que hasta ahora habían configurado su mundo interno y, por ende, su identidad.
Usualmente aparecen también las ganas de remodelar la habitación y cambiar la imagen personal. La apariencia –la ropa, los tatuajes y los piercings– es una forma de externar el trabajo de rediseño que está teniendo lugar en la vida psíquica. Recuerdo una adolescente que se presentaba a una sesión exhibiendo una imagen de femme fatale, mientras que al siguiente día podía llegar ajustada en su ropa de niña.
En esta coyuntura, los chicos buscan afirmar los cambios y la abdicación del mundo infantil a través de los gustos y las aficiones, se vuelven más osados, bulliciosos y desafiantes. A momentos viven su cuerpo y su nueva condición “adulta” como un privilegio, pero, en otros, se duelen por la pérdida de su condición infantil, tratan de aferrarse a ésta, se avergüenzan de sí mismos y encubren la transformación, pasan de exponer sus nuevos atributos sin recelo a ocultarse debajo de las ropas holgadas o pueriles.
Los adolescentes fluctúan entre un estado mental y otro. Puede ser que en un momento se aíslen en su habitación y en otro busquen tenazmente la compañía de los padres, que estén eufóricos y después más bien apáticos o irritables, que congenien muy bien con un amigo o inclinación filosófica y luego los detesten. Toda esta vorágine, desconcertante para los que están alrededor del chico, es en realidad una condición necesaria para el desarrollo y la integración de la identidad adulta. A través de fenómenos introyectivos y proyectivos –progresivos y regresivos–, los adolescentes asumen identidades más o menos transitorias, y es precisamente esta flexibilidad la que les permite consolidar posteriormente una identidad más estable.
La acción sociocultural ejerce sin duda una influencia sobre estos procesos. Las comunidades siempre han contado con ceremonias de transición a la adultez. En una tribu de Nigeria, por ejemplo, tienen la creencia de que las niñas pequeñas poseen una relación romántica con los espíritus del agua, y para poder comenzar una vida adulta conviene que se liberen de ellos. La niña, entonces, tiene que ir al río a cantar durante varios días a manera de despedida hasta ser rescatada (Williams, 2016). Otra muestra de esta influencia puede observarse en el rol que tenían los jóvenes en siglos pasados, cuando la expectativa de vida no era la misma que ahora. La gente vivía menos y la norma era que hombres y mujeres menores de 20 años formaran familias y tuvieran responsabilidades que ahora observaríamos más adelante en la vida.
Sin embargo, para el psicoanálisis, aunque la coerción externa es sustancial, el tránsito durante este periodo, y cualquier otro, estriba principalmente en la vida mental, específicamente, en la cualidad de los primeros vínculos que se han internalizado. Cuando se establece una relación con una persona significativa que, en primera instancia, se reconoce como distinta, y se toma como un modelo con el cual uno pude identificarse asimilando diversos aspectos de ella, estamos en posibilidad de consolidar y fortalecer la identidad (Puig, 2009). Para Donald Meltzer, psicoanalista británico, el adolescente construye su identidad adulta sobre la base de una identificación con la relación creativa, amorosa y de cuidado entre la madre y el padre.
Por el contrario, si los primeros vínculos son confusos o plagados de emociones hostiles, ya sea por dificultades de los padres, del bebé o de ambos, este desenvolvimiento será obstaculizado y el adolescente podría experimentar estados confusionales; chicos con personalidades rígidas, con conductas adictivas, trastornos de alimentación o de la sexualidad, o con tendencias criminales, entre otros, representarían el fracaso de un proceso de identificación como el que menciona Meltzer.
En el cine podemos encontrar diversos ejemplos sobre lo que representa este reordenamiento en la adolescencia. Lady Bird (2017) nos cuenta la historia de una jovencita de 17 años que cursa una adolescencia turbulenta pero necesaria para la conformación de su identidad como mujer. Existen otras cintas que muestran vías más complicadas, como Thirteen (2013) o Beautiful Boy (2018), en donde los protagonistas parecen haber quedado a merced de su propia violencia, sin la posibilidad de recurrir dentro de sí mismos a un objeto interno bueno, representante de una pareja parental protectora y vital, que los faculte para forjarse un proyecto de vida independiente. Le ciel attendra (2016), cinta francesa dirigida por Marie-Castille Mention-Schaa, está inspirada en eventos que han cobrado una dimensión alarmante hoy en día, y narra la historia de los adolescentes, en este caso mujeres, que son reclutados para unirse a grupos radicales del islam con la expectativa de encontrar en una ideología un sentido de identidad.
¿Quién soy? ¿Qué me distingue de otros? ¿Cómo llegué a ser quién soy? ¿Puedo ser distinto del que soy ahora?, son muchas de las interrogantes que las personas nos hacemos en algún punto de la vida. Si bien es cierto que, como hemos revisado, la adolescencia implica un importante terreno para la consolidación de un sentido de identidad, en la vida adulta se siguen sumando modelos de identificación, mientras que se abandonan otros; la maternidad y la paternidad, la vida profesional, el retiro, la viudez, por mencionar algunos, son aspectos de la vida que precisan un replanteamiento de nuestro sentido de identidad. Si este engranaje no fuese dinámico, el desarrollo mental al que apunta el trabajo psicoanalítico no tendría lugar.
En las próximas Jornadas, además de la exposición de diferentes teorías, contaremos con una nutrida discusión clínica en torno a la identidad y los procesos de identificación en diferentes momentos y circunstancias de la vida. A través de la intimidad de la sesión, la exploración de los sueños, recuerdos y fantasías como representantes de la vida mental, así como del vínculo entre el paciente y el terapeuta, las mesas clínicas buscan mostrar las encrucijadas y las disyuntivas que enfrentan los niños, los adolescentes y los adultos en el camino hacia la individuación.
Referencias
Laplanche, J., y Pontalis J. (2008). Diccionario de Psicoanálisis. México: Paidós.
Puig, M. (2009). Sobre la adolescencia, perspectivas clásicas y actuales. México: Eleia.
Williams, V. (2016). Celebrating Life Customs around the World. Santa Bárbara, California: ABC-CLIO.