“La hija única” de Guadalupe Nettel: una lectura psicoanalítica

Por Andrea Amezcua Espinosa

 

La novela La hija única, de Guadalupe Nettel, realiza una exploración de la maternidad, tanto de la que es deseada como de la que no, sin olvidar pasar por las vicisitudes y el dolor propios del acto de parir y criar a los bebés, en lo concreto y lo metafórico. Nettel revisita la historia de diferentes mujeres, cada una con una historia particular. Todas ellas están intentando dar a luz en diferentes situaciones: una tesis, una relación con un hijo ya nacido y, finalmente, una niña que saben que morirá en cuanto nazca.

La maternidad ha sido un tema explorado no sólo por la literatura, sino también por el psicoanálisis. Importantes autores como Sigmund Freud, Melanie Klein y los pensadores postkleinianos han hecho contribuciones al estudio del vínculo temprano entre una madre y su bebé, relación diádica que, con la aparición del padre, vendrá a romper la ilusión de que ocurra una fusión para, en su lugar, convertirse en un triángulo edípico. Pero ¿qué pasa en la realidad entre una madre y su bebé? Parece que hay algo fascinante en la manera en que uno mira al otro, como en un diálogo sin palabras, un espacio que se construye entre dos y donde el espectador agacha la mirada, como si estuviera en presencia de lo sagrado.

Por regresar al texto, Laura, una de las tres mujeres protagonistas del libro, es quien está decidida a no tener hijos, a no querer entrar a la maternidad, al mundo patriarcal, a los designios sociales. Es ella, también, quien, en un acto de empatía, consigue comprender a Alina, su mejor amiga y la mujer cuya bebé aseguran que nacerá sólo para morir, por una condición genética. Mientras que Doris, madre de un complicado niño llamado Nicolás y vecina de Laura, también se preguntará cómo criar a un niño sin un padre.

Así, las tres mujeres son una suerte de tríada que recoge los aspectos más violentos y amorosos, propios del proceso de crianza: la luz y sombra que enaltece y empaña todos los vínculos humanos. En una escena se habla de cómo, en la naturaleza, los animales se comen a las crías que saben que no tienen posibilidad de sobrevivir. Pero los humanos, atravesados por la cultura, el lenguaje y las normas, cargaremos con las crías humanas, aunque sepamos que no habrán de sobrevivirnos, aun a sabiendas del dolor que implica la ausencia de un hijo, imagen que Nettel construye poéticamente diciendo que no hay palabra en el lenguaje para designar a aquel que pierde a su descendencia.

La alegoría más poderosa y que da cohesión al libro es, tal vez, la de la lucha por la vida, a través del amor, la generosidad y la creatividad. Una batalla de todos los días que los sujetos humanos emprendemos en el intento de conocer nuestra interioridad y la ajena. De esta manera, Alina, Laura y Doris son amorosas y hostiles, piensan en sí mismas y en el otro; en sus proyectos o bebés, como aquellos que las desgastan al punto de borrar su identidad, pero también como una fuente de gran alegría, esperanza y sentido de vida.

En la posibilidad de soñar y recoger los estados emocionales de un bebé, las madres hacen una constante labor de digestión, tal como lo dice Wilfred Bion al establecer el concepto de rêverie. La triada de Nettel hace lo humanamente posible por salvar(se) en relación con el otro; se juegan la coherencia de su existencia al darle un sentido final a la experiencia de la maternidad. La autora propone, entonces, una visión realista y comprometida con la verdad de lo que conlleva la maternidad y, en realidad, todo vínculo humano de intimidad.

 

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