La empatía en la práctica clínica

Por Jorge Luis Chávez Valdés

 

Cuando impartimos cursos de introducción a la carrera de psicología, usualmente hacemos dinámicas en las que preguntamos a los alumnos qué características personales debe tener un psicólogo, especialmente, si su orientación tiende hacia la práctica clínica. Sin lugar a duda, la respuesta más popular es: ser empático.

La empatía se define como la capacidad humana que nos permite comprender la experiencia subjetiva de otra persona. Esto nos sitúa en un terreno interesante en el que surgen preguntas como: ¿Cómo se puede comprender una experiencia que le sucede a otro? ¿Es posible que nuestra experiencia empática sea más bien una manifestación de nuestra propia mente y no de aquella que buscamos comprender? ¿La empatía es la capacidad de experimentar sentimientos y experiencias ajenas?

Un buen punto de partida para pensar el fenómeno es diferenciar entre empatía, simpatía y antipatía. Cotidianamente, durante el contacto social, notamos que hay personas hacia quienes reaccionamos predominantemente con emociones agradables, mientras que con otras, sin necesidad de que nos hagan algo definido, sentimos desagrado y tendemos a evitar un contacto sostenido con ellas. Generalmente, la simpatía es la que solemos denominar erróneamente como empatía. El mecanismo base de los fenómenos antes descritos fue desarrollado por Melanie Klein, quien explicó que los procesos de escisión, identificación, proyección e introyección son fundamentales para la construcción psíquica y para el desarrollo de la vida mental. Klein propondría que sentir simpatía inmediata por alguien se entendería, en un nivel inconsciente, con una identificación parcial de esa persona con un objeto totalmente bueno. La parcialidad se refiere a que, en realidad, no conocemos íntimamente a la persona.

Podemos considerar que la simpatía o la antipatía tienen mucho que ver con nuestro propio sentir, el cual siempre se activa en el contexto de las relaciones interpersonales. Este sentir se interpreta mediante el proceso de escisión, en el que nos identificamos con dos objetos buenos, un objeto bueno y uno malo, o dos objetos malos. Es muy difícil para la mente humana tolerar aquello que percibe como malo dentro de sí misma, lo cual genera la tendencia a proyectarlo hacia afuera.

Cuando hablamos popularmente de la empatía, es usual imaginar una escena tipo: objeto bueno-objeto bueno (sufriente), donde empatizamos con el dolor o las dificultades de alguien, bajo la idea de que hay alguien bueno que atraviesa una situación mala (una vez más, lo malo es puesto fuera). Sin embargo, esto sería mera simpatía, que, según Melanie Klein, es un efecto de la identificación proyectiva. Es decir, un proceso de escindir y poner fuera aspectos propios que atribuimos a los demás, en lugar de tener una visión integrada de la realidad (toda persona o situación poseen aspectos buenos y malos).

Sentir antipatía por alguien y tolerar ese sentimiento, o aceptar que alguien sienta antipatía por nosotros, pone a prueba nuestra verdadera capacidad empática; es decir, nuestra tolerancia a que, en ocasiones, se nos perciba como un objeto malo y no integrado. Esto nos haría comprender, en realidad, mucho más acerca de nuestro interlocutor. Es fácil sentir simpatía por alguien e incluso antipatía, pero verdaderamente soportar los procesos de escisión y proyección para poder comprenderlos es todo un reto.

Wilfred Bion desarrolló aún más el concepto de identificación proyectiva. Vislumbró que en este proceso se generaba un vínculo comunicativo de vital importancia. Depositar un aspecto propio, incomprensible e impensable en otro es una forma básica de comunicar un estado mental. Además de esto, la captación de aquello expulsado constituye una valiosa oportunidad para la comprensión de una experiencia ajena.

Es decir, la intuición de los aspirantes es correcta: la empatía es una condición inicial e imprescindible para comprender otras mentes. Sin embargo, es solo eso, una precondición sobre la que se debe construir toda una formación que permita comprender no solo a nivel personal, sino también teórico, clínico y crítico. Si pensamos que la simpatía que tenemos hacia los pacientes y ellos hacia con nosotros es un factor curativo en sí mismo, corremos el riesgo de comprender fragmentariamente su mundo interno, sin empatizar verdaderamente con su sentir global.

Los pacientes pueden volverse profundamente antipáticos para nosotros, o en la mayoría de las ocasiones, nosotros para ellos. Esto significa que hay un intercambio de objetos buenos y malos en proyección e introyección que nos brinda la oportunidad de explorar toda la “fauna” de objetos internos del paciente, que es, finalmente, de lo que está constituida su fantasía inconsciente. Nuestra capacidad empática nos permite notar esas dinámicas, pero nuestro compromiso con el quehacer terapéutico nos lleva a formarnos para saber comprender y comunicar aquello que esa empatía nos permite sentir.

 

Referencias:

Bleichmar, N., Leiberman, C. (1999). Los postkleinianos. Ampliación de la metapsicología. Progresos en la técnica. Presentación. El psicoanálisis después de Freud (pp. 297-332). Paidós.

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