¿Influye mi pasado en mi vida actual?
Durante la infancia, la vida se presenta como una decoración de teatro vista de lejos; durante la vejez, como la misma decoración vista de cerca.
A. Schopenhauer
Por Karina Velasco Cota
¿Te preguntas constantemente por qué tus relaciones de pareja toman un rumbo similar una y otra vez? ¿Por qué, pese a tus deseos y por encima de tus esfuerzos, te encuentras en circunstancias de vida semejantes a las de tus padres? ¿No puedes evitar compararte con los demás y sentirte en desventaja en diferentes contextos, o bien, te descubres con la misma emoción de insatisfacción en la escuela o el trabajo?
La mayoría de las personas vivimos situaciones similares, es decir, incurrimos en ciertos patrones repetitivos en nuestras relaciones y experiencias que merecen nuestra atención. Sin embargo, es común que busquemos consuelo rápidamente por medio de explicaciones sencillas, que no nos exigen profundizar mucho al respecto. Solemos pensar, por ejemplo, que se trata de eventos fortuitos, producto de la casualidad o la “mala suerte” y, con frecuencia, usamos frases como “no era para mí”, “las cosas pasan por algo”, “es mi destino”, como si nos encontráramos a merced de una fuerza inexplicable que nos conduce a los mismos lugares, dificultades, pleitos y fracasos, y, de cierta forma, es así.
No obstante, más que un poder que actúa desde afuera, se trata de un conflicto interno del que no somos conscientes y cuyo origen puede rastrearse en nuestra historia temprana, así como en los mitos personales de la infancia; éstos ordenan ‑en menor o mayor grado de distorsión‑ la forma en la que nos relacionamos con nosotros mismos, con los demás y con el mundo. Francamente, la manera en la que sentimos, imaginamos y apreciamos la realidad no es tan distinta a como lo hacíamos siendo niños.
Puede parecer sorprendente, pero detrás de la mujer que se lamenta una desilusión amorosa tras otra, podríamos tropezar con la niña que anhela el amor imposible del padre; o detrás del hombre que no es competente para hacer una vida en pareja o prosperar en el trabajo, descubriríamos al niño incapaz de separarse de la madre. Si bien es cierto que estas descripciones pueden ser limitadas y tienen el riesgo de parecer generalizaciones, representan uno de los múltiples y complejos significados enraizados en un conflicto psíquico, el cual, pese a ser evidente en la vida adulta, se gestó desde nuestros primeros años.
Ahora, es justo decir también que, si somos aptos para procurarnos una vida con una buena dosis de experiencias gratificantes, relaciones afectuosas y progresos, es porque tenemos la fortuna de poder incorporar y conservar en nuestra personalidad vínculos suficientemente cálidos, cariñosos y estimulantes con las figuras significativas de nuestro pasado, es decir, nuestros padres y hermanos, convirtiéndose en partes activas de nuestro funcionamiento psíquico.
Sigmund Freud, desde los albores del psicoanálisis, pensó que el ser humano busca el amor de otro con base en cómo fue amado o deseó serlo por su primer objeto de apego: la madre. Muy pronto, le resultó evidente que los problemas afectivos de los adultos tienen su génesis en la conflictiva sexual infantil. Cabe mencionar que sexualidad en psicoanálisis no se reduce al acto sexual, sino a la vida amorosa que se manifiesta en la relación que tenemos con nuestro cuerpo, con el placer y eventualmente con otras personas, así como con el trabajo y la actividad creativa, etcétera.
La premisa de que la cualidad de los primeros vínculos que internalizamos son la base sobre la cual construimos nuestra identidad en la vida adulta no sólo es vigente, sino que también es el eje central de la práctica psicoanalítica. Todas nuestras vivencias, gratas y dolorosas, quedan impresas en nuestra memoria como parte del pasado, pero también son los adobes con los cuales está construida nuestra mente y sobre los cuales edificamos nuestro día a día en el presente.
El psicoanálisis y la psicoterapia psicoanalítica son métodos terapéuticos profesionales que brindan a las personas un espacio cálido y un contexto cuidado, para poder evocar, observar, analizar y elaborar la historia personal ‑con sus vicisitudes y escollos‑, para reeditarla, y así, abrirse paso hacia otras posibilidades, formas de ser y de apreciar la vida.