¿Es el desarrollo de la generosidad un objetivo del psicoanálisis?

Por José Cristóbal Barud Medrano

Héctor ha acudido al consultorio en búsqueda de algo que alivie su ansiedad. Su trabajo, gran productor de angustia, le ha distanciado de aquellos a quienes ama. La pérdida de su tupida cabellera, a causa de su estado de angustia, fue una de las razones que lo condujeron hacia el psicoanálisis, y aunque ha escuchado un poco acerca del método, no le resulta muy claro cómo funciona. Le intriga el rol del diván, y se pregunta –a caballo entre la curiosidad genuina de quien se encuentra frente a la novedad y la devaluación del método– cómo es que hablar de lo que le pasa le ayudará a recuperar su cabello y a sentirse más conectado con su hijo, al que dejó de ver con regularidad desde hace años. Su petición implica un reto al que no he de responder inmediatamente. Habrá que meditar una respuesta que integre su preocupación con la explicación del método y que, al mismo tiempo, considere la inseguridad natural de quien está por iniciar un tratamiento.

Toda exploración psicoanalítica despierta cuestionamientos en quien la emprende como analizando y en el analista mismo. Por una parte, es clara la manera en que Héctor se aproxima dubitativamente al trabajo, al tiempo que busca mitigar su sufrimiento. Entonces, cada inicio de análisis orilla al profesional de la salud mental a cuestionarse su papel y alcance. Si bien nuestra actuación no es propiamente activa, en el sentido de que no pretendemos que el analizando instrumente cambios específicos en su vida, que delatarían una práctica mal informada y distante del vértice psicoanalítico, sí buscamos que, a través del encuentro terapéutico, se profundice la vida emocional de quien consulta.

Parafraseando a Joyce McDougall (1991), si planteamos que todo análisis es semejante a una aventura, con su dosis de expectación y temor frente a la incertidumbre, entonces, es lícito suponer que éste no se encontrará exento de dificultades. Por lo tanto, debe tenerse presente siempre el riesgo de que el proceso se estanque dado que el deseo de cambio generalmente se verá confrontado ­–no siempre con felices resultados– con la negativa del paciente a modificar su carácter y su universo de relaciones objetales; en esta andanza no hay garantías. Tanto la estructura mental del analizando, como los propios puntos ciegos del analista propician la creación de una mezcla volátil, cuyo manejo dependerá de la pericia del terapeuta, dada por su formación y sensibilidad.

En virtud de lo anterior, resulta cardinal contar con herramientas que permitan ubicar la calidad del trabajo analítico, en su sinceridad y profundidad, de la misma manera en que los marinos de antaño empleaban las señas del firmamento para situarse en la inmensidad del océano. Sin embargo, debido a que no podemos hacer alarde de la exactitud de nuestros instrumentos, sólo podemos ofrecer algunas pautas generales acerca de los cambios que promueve el tratamiento analítico y de las fuerzas que operan silenciosamente para mantener la inmovilidad de la personalidad.

Convenientemente, Tabak de Bianchedi (1991), motivada quizá por cuestiones similares a las que nos atañen ahora, esbozó un esquema evolutivo de la noción de cambio en el psicoanálisis, en el cual muestra las sutilezas que diferencian la visión de Freud, Klein y autores paradigmáticos, como Bion y Meltzer. Desde luego, sabemos que la perspectiva de Freud (1923, 1926, 1937) acerca de la terminación del tratamiento es poco alentadora, puesto que el argumento vital que gira en torno a la competencia por el amor de los padres retoñaría durante toda la vida, desde el inconsciente hacia lo cotidiano. Existe, sin embargo, la garantía de que al hacer consciente lo inconsciente se gana terreno para tener otra mirada de las conflictivas humanas.

Desde el marco kleiniano, el enriquecimiento de la vida mental está engarzado a la adopción de una postura particular frente a la vida, cuyo norte sería el cuidado por uno mismo y por el otro, al que se estima con gratitud (Tabak de Bianchedi, 1985). A esta posibilidad vital, Klein le denominó reparación, que surge de la mitigación de la hostilidad hacia otros y adquiere fuerza al experimentar situaciones de frustración, naturales en la historia de cualquier ser humano.

El énfasis en la reparación como mecanismo que indica el crecimiento psíquico tiene importancia por dos motivos. Por una parte, la orientación ética del modelo kleiniano conduce a suponer que ella ubica al sujeto en una nueva realidad, en la que puede observar y considerar a un objeto separado e independiente de sí mismo, que despierta afectos amorosos y por el cual se experimenta preocupación genuina. Así, el proverbial “amar y trabajar” que enunció Freud, se torna en ímpetu reparador, amoroso y dedicado. En otro sentido, la posibilidad reparatoria implica que el sujeto ha asumido que los otros no existen en función suya, de modo que se acepta la separación y la independencia del objeto. Conviene recordar que esta disposición mental es temporal y frágil, de modo que el análisis terminaría en la medida en que el analizando pueda identificarse con mayor frecuencia con este estado, aunque, desde luego no se trata del único signo de avance.

Al mismo tiempo, la reparación ofrece una ruta para evaluar y ubicar aquellos procesos analíticos que se detienen y que corren el riesgo de convertirse en un ejercicio falso, que suele desembocar en el temido análisis interminable o en el abandono del tratamiento. Esto ocurre porque el mecanismo mismo de la restauración puede ocuparse como una defensa frente a los conflictos vitales. Existen pacientes que viven atrapados en un ciclo de reparaciones interminables que destacan por ser más una manera de “salvarse a uno mismo” que un ejercicio de mitigación y apreciación genuino (Polden, 2005). La historia tiende a seguir cierto patrón común, que parece arrojarlos inevitablemente a la interacción con objetos que necesitan ver arruinados: una pareja apostadora que pierde todo el dinero y que no trabaja o un hijo al que se requiere considerar como menos capaz o independiente.

Las conductas generosas no siempre tienen un trasfondo psíquico amoroso. Betty Joseph (1959) opina que existen casos en los que el parecer generoso, dadivoso y siempre dispuesto, encubren el desprecio hacia la posición de aquel que recibe las atenciones, a quien se le percibe como menos capaz. En virtud de lo anterior, los individuos que tienen esta dificultad suelen detener el proceso psicoanalítico mediante una actitud de conformidad y falsa aceptación hacia lo que propone el analista. Es común que el paciente fantasee que el analista busca enriquecerse a sus costillas, motivado por la envidia hacia su pretendida generosidad. Cualquier señalamiento en torno a las contradicciones de esta actitud bondadosa es tomado como un intento de crítica destructiva. En el largo plazo, la profunda necesidad de control subyacente termina por hacer que el tratamiento fracase, aun cuando pueda durar muchos años.

Conviene más para estos pacientes, entonces, que sus vínculos se mantengan en un estado de asimetría constante, donde el otro requiera de “ser arreglado” hasta el infinito, mediante préstamos, elaboración de planes, etcétera. Si quien recibe toda la generosidad, de pronto mostrase independencia o cualquier otro signo de crecimiento, propiciaría un fuerte sentimiento de comparación y de humillación en su benefactor, quien quedaría desprovisto de una forma infalible de mantener al otro a su lado, dependiente y necesitado.

De manera análoga, en el proceso analítico se reproduce un enfrentamiento similar, de modo que se advierte la colaboración explícita del paciente, mientras que de forma inconsciente se devalúa el potencial esclarecedor de la interpretación, hasta que el trabajo se detiene con una sutileza que pasa desapercibida (Feldman, 2012; Steiner, 2008). A veces, la complacencia amable, pero distante, es el signo que delata la  del proceso; si analista y analizando están perpetuamente de acuerdo, en realidad no se abre la posibilidad de esclarecer y significar el dolor mental. La fachada de normalidad y generosidad funge entonces como una fortaleza inexpugnable que obtura cualquier posibilidad terapéutica real, y aun cuando el potencial analizando se encuentre inmerso en una cadena de repeticiones trágicas y situaciones de explotación, puede estar más dispuesto a continuar por ese camino que a cuestionar su amor propio y la naturaleza reincidente de sus actos reparatorios.

En estos casos, la interpretación acerca de la manera en que el vínculo transferencial no produce respuesta en el analizando puede abrir la puerta a una mirada sincera, aunque esto no tiene valor de certeza.

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Bibliografía

Feldman, M. (2012). Envidia y la reacción terapéutica negativa. En Duda, convicción y el proceso psicoanalítico (pp. 143-164). Madrid: Biblioteca Nueva.

Freud, S. (1923). Dos artículos de enciclopedia: Psicoanálisis y Teoría de la libido. En Obras completas. Vol. 18 (pp. 227-254). Buenos Aires: Amorrortu.

_______ (1926). ¿Pueden los legos ejercer el psicoanálisis? En Obras completas. Vol. 20 (pp. 165-244). Buenos Aires: Amorrortu.

_______ (1937). Análisis terminable e interminable. En Obras completas. Vol. 23 (pp. 211-254). Buenos Aires: Amorrortu.

Joseph, B. (1959). An Aspect of the Repetition Compulsion. International Journal of Psychoanalysis, 40, 213-222.

Polden, J. (2005). Reparation Terminable and Interminable. British Journal of Psychotherapy, 21(4), 559-575.

Steiner, J. (2008). The Repetition Compulsion, Envy and the Death Instinct. En Envy and Gratitude Revisited (pp. 137-151). Londres: Karnac Books. Clase 16.

Tabak de Bianchedi, E. (1985). Criterios de curación y objetivos terapéuticos en el psicoanálisis. Melanie Klein. Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados, 11, 75-102.

________ (1991). Psychic change: The “becoming” of an Inquiry. International Journal of Psychoanalysis, 72, 6-15.

 

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