El desarrollo de la teoría sexual en el psicoanálisis freudiano y postfreudiano (parte 3)
Jorge Salazar
La teoría sexual en Freud
La disposición intelectual de Freud para estudiar la sexualidad y comprender el nexo entre esta y los trastornos anímicos comenzó muy pronto en su práctica médica, incluso antes de su descubrimiento del psicoanálisis. Tanto sus principales biógrafos (Ernest Jones, 1953-57; Marthe Robert, 1964; Peter Gay, 1988; Élizabeth Roudinesco, 2014) como él mismo (Freud, 1914, 1925a), coinciden en situar su breve estancia en la Salpêtrière de Paris con Charcot a fines de 1885 como la experiencia que favoreció el giro radical de su vocación científica al reemplazar el árido campo de la neurología experimental por el terreno más fértil y promisorio de la psicopatología clínica. Su interés se concentró particularmente en la histeria, en conocer la etiología de esta afección y en su diferenciación con respecto a otros desórdenes psiquiátricos.
Era un hecho sabido por la comunidad médica de la época que la sexualidad intervenía como agente causal en la histeria y en otros desórdenes similares, pero los médicos desconocían los mecanismos específicos de la influencia nociva de la sexualidad en la vida conyugal. Además, este no era un tema tratado con seriedad y rigor ni, menos aún, investigado científicamente; por el contrario, era objeto de rumores o de dichos escuchados furtivamente en conversaciones ajenas. Así es como Freud llega a saber, mediante la enseñanza involuntaria de sus mentores y maestros Breuer, Charcot y Chrobak, que detrás de las crisis histéricas se ocultan “secretos de alcoba” o se insinúa “la cosa genital, siempre”. A diferencia de sus predecesores, Freud toma en serio este conocimiento informal en materia de lo sexual y comienza a investigarlo a profundidad. Lo hace también, mediante su genial intuición, vinculando lo nuevo que aprendió de ellos con otro acontecimiento precedente. Unos cuantos años antes (1880-1882), un atribulado Breuer le confiesa a su aún amigo sus dificultades en el tratamiento de una inteligente joven histérica —la futura Anna O—, quien tiene fantasías amorosas y sexuales con la persona del médico. Freud conoce a la paciente y discierne el significado sexual de sus síntomas en oposición a Breuer, quien sostiene la opinión de habérselas con una doncella cuyo impulso sexual es débil o ausente. Freud persevera en su intelección y encuentra en estos hechos dispersos —resignificándolos, como él mismo diría— la corroboración del papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis. De aquí en adelante, separado de Breuer (que rechaza las avanzadas ideas de su discípulo), Freud imparte conferencias ante la sociedad de médicos en las que sostiene la tesis de la etiología sexual de las neurosis y publica los artículos preliminares (1896, 1898) sobre este tema. No sobra añadir que estas primeras comunicaciones fueron recibidas con frialdad, indiferencia y escepticismo por sus colegas, pero esta actitud contraria a Freud no hizo sino incentivarlo aún más para preparar en los siguientes años la publicación que a la postre sería su obra de mayor envergadura, catapultándolo a la fama y haciéndola coincidir con el comienzo del nuevo siglo, en la que argumenta de forma pormenorizada la influencia de la sexualidad en la vida anímica: La interpretación de los sueños (1900).
Todavía antes de publicar su seminal obra, Freud había concebido una primera teoría sexual acerca de la génesis de las neurosis que resultó equivocada por inverosímil y refutada por los sucesivos hallazgos clínicos. Estaba convencido de que una experiencia sexual vivenciada pasivamente ocurrida en la infancia era el factor causal determinante de la neurosis adulta. Así, la afección actual encontraba su causa última en el pasado remoto del individuo y adujo que esta experiencia sexual era traumática para la mente infantil y se vinculaba con un acto real de seducción por parte de un adulto o de un hermano mayor. En primera instancia, Freud había tomado como verdad fáctica la confesión de sus pacientes histéricas que en el tratamiento recordaban esos hechos penosos. No pasó mucho tiempo antes de que él mismo cuestionara esta tesis debido a lo improbable que sería que todo padre —incluyendo al suyo— cometiera abuso sexual con sus hijas.
Esta versión inicial de la doctrina sexual es conocida en los estudios freudianos como teoría traumática o teoría de la seducción. Freud se retracta de ella por primera vez en la célebre carta 69 de la correspondencia con su amigo Wilhelm Fliess, fechada el 21 de septiembre de 1897, donde afirma “ya no creo más en mi «neurótica»”. En su obra publicada, la retractación aparece explícitamente hasta 1906 y posteriormente la repite en varias ocasiones. La relevancia de este hecho en la historia de las ideas freudianas reside en que el abandono de la teoría de la seducción lo lleva a realizar el descubrimiento más significativo para el psicoanálisis: la primacía de la fantasía en la vida mental, y a postular la autonomía de la realidad psíquica con respecto a la realidad material. Freud encuentra en el mito del héroe trágico Edipo una prefiguración de su más reciente hallazgo, por lo que toma el argumento dramático de Sófocles como una validación de su innovadora tesis. Con esta aportación trascendente al conocimiento de la naturaleza humana Freud, no solo sostiene la existencia de la sexualidad en la etapa infantil —de hecho, propone su aparición en la vida desde el nacimiento— y la presencia de los vehementes deseos sexuales infantiles que eligen a los progenitores como objetos de amor, sino que inaugura una nueva configuración de los atributos de la subjetividad moderna.
Así también se puede hablar por primera vez en el medio científico de sexualidad infantil como un aspecto normal inherente a la constitución psíquica del individuo. En efecto, después de que Freud sostuviera con valentía su convicción de la existencia de deseos sexuales durante la etapa infantil y demostrara la importancia de la sexualidad en el desarrollo del psiquismo, la infancia, en general, dejó de ser considerada como una fase de la vida insignificante o irrelevante desde el punto de visto psicológico y, en particular, dejaron de verse las manifestaciones sexuales en las conductas de niños y niñas como signos de corrupción moral inducidos por terceros o de degeneración precoz para comprenderse, en cambio, como fenómenos naturales provistos de una significación psicológica. “El niño es psicológicamente el padre del adulto”, concluye Freud en el Esquema del psicoanálisis, publicado póstumamente (1940[1938]), y agrega que “las vivencias de sus primeros años poseen una significación inigualable para toda su vida posterior” (p. 187). La sexualidad adulta tiene en la infantil un prólogo significativo que determina en gran medida la configuración final de aquélla. Por este motivo, el psicoanálisis considera que las manifestaciones clínicas de los diversos conflictos de la sexualidad en adultos son expresiones de la sexualidad infantil o de las perturbaciones en el curso del desarrollo psicosexual.
La segunda versión de la doctrina sexual adquiere su plasmación definitiva, aunque no en una sola edición, en Tres ensayos de teoría sexual (1905). Este libro, junto con la Interpretación de los sueños, es el más revisado por su autor y contiene en las ediciones posteriores modificaciones al texto original en forma de agregados, supresiones o enmiendas, producto de los hallazgos subsecuentes. Sería exhaustivo exponer con detalle para esta ocasión un panorama integral de la teoría sexual freudiana, por lo que a continuación ensayaré una apretada síntesis de sus principales características (Freud, 1905, 1915, 1940[1938]).
La actividad sexual está presente desde el nacimiento, se apuntala primero en la función nutricia de autoconservación y luego se independiza de ella para proseguir por su cuenta en busca de placer. El principio de placer-displacer rige la vida psíquica antes de que sea acompañado por el principio de realidad, cuya tarea será modular la exigencia de la demanda pulsional y establecer la diferencia entre la satisfacción o la frustración de la pulsión. La exteriorización sexual inicial procede, pues, de la pulsión, concepto que no pertenece al orden biológico, pero tampoco al psicológico, ya que Freud lo sitúa en la frontera que divide lo somático y lo psíquico. Las pulsiones se expresan en pares y toda conducta revela la acción conjugada y contraria de ambas. Bajo la noción de dualismo pulsional la agresión es un acompañante ineludible de Eros. En el primer momento del desarrollo psicosexual precoz, son todavía pulsiones parciales que solo más tarde se unifican. Al comienzo, la sexualidad no coincide con la genitalidad; lo hace al finalizar el desarrollo, de ahí que la infancia se caracteriza por una sexualidad perversa-polimorfa. Las pulsiones encuentran su fuente en diversas zonas erógenas del cuerpo y tienden a emerger en pares de opuestos (sadismo-masoquismo y voyerismo-exhibicionismo). Toda cualidad sensorial del cuerpo es susceptible de erotizarse y perseguir la obtención de placer (meta o fin sexual) independizándose de su función fisiológica. Así, ver, oler, oír, chupar, morder, succionar, mamar, comer, sentir, tocar, etcétera —de hecho, la totalidad de las sensaciones corporales— son también actividades al servicio de la función sexual y de la instauración del deseo. Cada pulsión posee una intensidad (fuerza) que la lleva a prevalecer sobre las otras. El objeto inicial en el que se descargan es el propio cuerpo, por lo que en un principio la satisfacción es asegurada por el autoerotismo; solo más tarde la pulsión encuentra un objeto externo para aliviar en él la tensión sexual. La energía de las pulsiones sexuales —denominada libido— tiende a congregar a su alrededor las aspiraciones pulsionales para organizar así el desarrollo psicosexual en fases sucesivas comandadas por la primacía de una zona erógena particular. La primera en comparecer es la etapa oral, seguida de la etapa anal-sádica y esta sucedida a su vez por la etapa fálica que, en opinión de Freud, gobierna por igual los destinos del niño y de la niña. Después de un período de latencia, las pulsiones parciales convergen en el estadio genital durante la pubertad y así alcanzan la madurez en ambos sexos para los fines de la reproducción. Sin embargo, no todas las pulsiones parciales lo hacen; algunas adquieren durante este azaroso trayecto autonomía con respecto al primado genital y surgen las perversiones en el adulto. En otros casos, la acentuada excitabilidad de algunas de ellas constituye puntos de fijación hacia los que la libido regresa al encontrar a su paso, como acontece con frecuencia, inhibiciones o represiones. El nivel en el que ocurre la detención de la evolución libidinal o su regresión, determina el significado inconsciente contenido en los síntomas neuróticos, explica el problema de la elección de las neurosis y establece la severidad de la afección.
Una vez que el niño y la niña salen del autoerotismo, encuentran en la madre al primer objeto total de amor; antes, el pecho había sido para ambos el objeto parcial de sus deseos. Este pasaje —de la etapa pregenital o preedípica a la etapa genital o edípica— es crucial para la maduración psicosexual. La madre es una elección de objeto de amor endogámica o incestuosa que debe ser resignada y sustituida por una elección de objeto exogámica para posibilitar un desenlace adecuado de la función sexual. Coincide con la fase más importante del desarrollo de la sexualidad infantil, la etapa del complejo de Edipo, y la resolución de sus vicisitudes determina el curso de su evolución ulterior: si es acorde a fines, conduce a la sexualidad madura desprovista en lo esencial de conflictos psíquicos significativos, mientras que si se malogra, constituye el complejo nuclear de las neurosis y conlleva importantes problemas irresueltos en la mente. Normalmente, el estadio edípico no solo se vive con el progenitor del sexo opuesto sino con ambos; esto es posible por dos factores complementarios: la bisexualidad constitucional de todo ser humano y la ambivalencia de sentimientos que supone el despliegue simultáneo de vínculos de amor y odio con cada uno. El complejo de Edipo es el punto más alto en el desarrollo de la sexualidad infantil, pero también debe desaparecer para dar paso a la sexualidad adulta. Las investiduras sexuales colocadas en los padres son reprimidas por el complejo de castración y, en específico, por el poderoso motivo que constituye la amenaza de castración para preservar la integridad del narcisismo. Idealmente, las aspiraciones sexuales son sublimadas o desexualizadas, el vínculo con los padres es abandonado y, mediante procesos de identificación, estos pasan a formar parte de la estructura del self. Así, el superyó es el heredero del complejo de Edipo e introduce en el sujeto los aspectos éticos y morales que de aquí en adelante regularán su conducta.
La represión edípica le confiere a la sexualidad humana un desarrollo discontinuo y, con ello, su carácter distintivo con respecto al orden natural. La acometida en dos tiempos de la sexualidad es exclusiva de la especie humana e implica la insoslayable intervención de los atributos socioculturales en ella. De esta manera, la sexualidad humana incorpora en su seno la ley primordial —ley de la prohibición del incesto— y ciertos códigos de funcionamiento que limitan sus exteriorizaciones y restringen las opciones para la elección de objetos sexuales. Por esta razón, como habíamos anticipado, la sexualidad humana es siempre psicosexualidad. La eficacia de esta ley en la realidad psíquica se refleja no solo por la restricción para el sujeto de la elección de un objeto sexual incestuoso, sino por el reconocimiento de la diferencia sexual (hombre y mujer) y la diferencia generacional (padres e hijos) que, en principio, interfieren con la libertad sexual adulta. El consentimiento de la diferencia sexual es, por lo tanto, un rasgo que se adquiere hacia el final de la fase edípica del desarrollo, pues no depende de la mera dotación anatómica genital. Antes, niños y niñas, promovidos por la curiosidad sexual, han ensayado una serie de teorías explicativas para desmentir la diferencia sexual y para explicar el nacimiento de los bebés sin la participación del coito parental. Sin embargo, la fantasía primordial de la representación de la escena primaria se impone en la psique provocando consecuencias significativas en la mente infantil. El beneficio que el sometimiento voluntario a la ley le otorga al individuo es convertirlo en un sujeto civilizado e integrarlo en la cultura; el costo, sin embargo, que paga por pertenecer al proceso civilizatorio es, precisamente, la neurosis.
En un inicio, Freud consideró que el desarrollo psicosexual de la niña era equivalente al del varón, sugiriendo solo realizar las permutaciones obligadas ahí donde fuera necesario. Tiempo después se dio cuenta que la homologación entre ambos sexos era insostenible y rectificó su postura con respecto a la mujer. Hacia el final de su obra teórica publicó varios trabajos en los que expuso sus ideas acerca de la sexualidad femenina (1920, 1925b, 1931, 1933[1932]). Nunca ha sido causa de asombro reconocer que estas ideas fueron desde siempre controvertidas y encontraron de inmediato refutaciones inclusive entre algunas de las principales discípulas freudianas (Karen Horney y Helene Deutsch). En esencia, Freud afirma que la niña vive la castración como un hecho consumado; al percibir la diferencia sexual, cae presa de la envidia del pene, se comporta entonces como un varoncito, pretendiendo igualarse a este y exhibe su complejo de masculinidad. Toma su clítoris como un pene ilusorio y desconoce la existencia de la vagina pues esta carece de representaciones psíquicas en la etapa más incipiente de su desarrollo. Ante la imposibilidad de poseer un pene de verdad, se consuela posteriormente con la fantasía de tener un hijo del padre y, por este motivo, toma al padre como objeto de amor en un vínculo edípico que ya no abandonará, o lo hará ‒si acaso‒ por incumplimiento de la expectativa anhelada. Antes, la niña ha tenido un vínculo preedípico intenso y prolongado con la madre que debe resignar —de hecho, lo hace con enojo resentido hacia ella— para volcarse al padre y promover la orientación adecuada en el camino de su feminidad. La ambivalencia de sentimientos le procura a la niña conservar un remanente de la vertiente tierna de la relación con la madre para posibilitar su identificación femenina con esta. En suma, para acceder a su feminidad, la niña debe realizar dos tareas que la providencia le ahorra al varón: sustituir a la madre, primer objeto de amor, por el padre, y reemplazar el erotismo fálico por el vaginal. Aun cuando la mujer logre tramitar con eficacia las exigencias de su desarrollo psicosexual, Freud concluye que, en comparación con la masculina, la sexualidad femenina es inacabada y, por añadidura, la indefinida prolongación del complejo de Edipo exterioriza sus efectos en la deficiente formación del superyó femenino.