Contratransferencia. La humanidad del analista y el encuadre

Por Cristóbal Barud

El método psicoanalítico situó lo cotidiano como ámbito de estudio y como arena en la cual se dirimen pasiones hondas. El pulso de la existencia se da en la esfera privada, en los enredos, triunfos, sinsabores y vacíos cuya fugacidad los hace parecer intrascendentes. La experiencia psicoanalítica va más allá de un ejercicio de lectura sobre un texto terminado. Cada sesión es un proceso de escritura, si bien las tramas ofrecidas por la transferencia tiran hacia la repetición de guiones gastados, aunque desconocidos.

            El hallazgo de la transferencia como resorte auténtico del proceso psicoanalítico implica al terapeuta en la sesión, sea consciente o no de su papel. Al ser el depositario de los deseos y fantasías infantiles, la función del analista se amplía. Hacer consciente lo inconsciente no es un proceso de transmisión de conocimiento, sino algo que ocurre gradualmente a través de la captación, evolución y esclarecimiento de la transferencia. El desarrollo de la teoría y la práctica no han hecho más que confirmar aquella máxima freudiana acerca de la imposibilidad de vencer al enemigo en ausencia o en efigie. Implicarse en el trabajo analítico no es más una traducción de elementos inconscientes, como si se tratara de un ejercicio extractivo o de transmisión de conocimiento. Se trata de un proceso vivo en el que el terapeuta queda implicado en la expectativa de reproducir una historia que el paciente busca desconocer en sí mismo.

            Dicha implicación del terapeuta quedó definida desde los días iniciales del psicoanálisis y recibió el nombre de contratransferencia. Quizá el ideal científico de la época le dotó un matiz de suspicacia al término. Al ser el analista como la luna del espejo, muestra de vuelta lo que le es mostrado. Sin embargo, la superficie del espejo es rígida, mientras que la mente del analista se parecería más a un cuerpo de agua dotado de profundidad. Freud, a caballo entre los ideales decimonónicos y planteos revolucionarios del siglo XX, consideraba que el problema de las afectaciones del analista iba más allá del registro de afectos. El riesgo estriba en actuar en función de ellos y, peor aún, actuar bajo su influjo sin haberlos registrado siquiera. La contratransferencia ganó el estatuto de obstáculo para el proceso analítico, ya que perturbaría la captación del material vertido en sesión.

            Hoy, podríamos entender que el analista mantiene su humanidad, falibilidad y función afectiva; la formación y la teoría, por suerte, fallan en sustituirlas como herramientas valiosas. Las alertas freudianas acerca de la contratransferencia son valederas, al tiempo que fungen como ideales. La realidad desorganizada, móvil y cambiante del consultorio coloca en el centro el problema de la implicación del terapeuta. No basta pensar en su humanidad en función de la disposición a escuchar, sino en asumir que el analista también es sujeto del inconsciente. En ese sentido, no es tan diferente del paciente.

¿No existe entonces diferencia entre cualquier vínculo cotidiano y el análisis? Si bien existe una condición de simetría en función de la imposibilidad de separar el instrumento de observación del sujeto que observa, el analista cuenta con herramientas técnicas que lo advierten constantemente del riesgo de introducir sus deseos y conflictos en el trabajo. El encuadre, mediante el ideal de neutralidad y abstinencia, funge como salvaguarda del proceso. No se hace referencia únicamente a sus aspectos formales y puntuales en tanto arreglos de tiempo y horarios, sino al modo en que el analista se coloca de un modo diferente en su labor. La escucha va mas allá de lo concreto y, por encima de esto, los juicios, acciones y decisiones quedan suspendidos mientras dura la sesión. Idealmente, el ofrecimiento del espacio psicoanalítico implica una suspensión de la acción; se asemeja a la descripción en las novelas. Sin embargo, para que dicho estado de calma pueda ocurrir, el analista debe trabajar arduamente en su interior par aprehender la sucesión de imágenes, fantasías y emociones que despierta el material del paciente. Así como el paciente debería sujetarse a la regla fundamental, el analista hace su contraparte en la atención parejamente flotante.

Parte del diálogo actual en torno al uso de la contratransferencia reside en este campo. Tal como Freud postulara en Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico, las expectativas e inclinaciones del analista poco hacen por llevar el proceso a buen puerto, puesto que conducen a observar lo que ya se sabe o a introducir de contrabando aspectos propios en la sesión. Aunque en dichas líneas se encuentra ausente la contratransferencia, vale decir que tanto las expectativas como las inclinaciones del terapeuta obedecen a su propia estructura psíquica. El analista está advertido de sus ocurrencias y las deja pasar; ahí estriba la diferencia entre la conversación cotidiana y el diálogo analítico.

Hoy, la contratransferencia se toma como un hecho inevitable de cualquier tratamiento. En aras de llevar a cabo una práctica sincera, su presencia en la sesión se reconoce y se la toma como herramienta de trabajo. Para ello deben existir ciertas condiciones: que el terapeuta tome conciencia de ella, en cuyo caso y para autores clásicos, sería inadecuado llamarla contratransferencia; y que el terapeuta pueda entender la implicación de sus conflictos en su reacción al tiempo que distingue cómo surge como respuesta a las presiones ejercidas por la fantasía del paciente. En ese sentido, la contratransferencia es más una orientación para el analista que el registro fiel de la experiencia del paciente. Para afinar su registro y refinar su acción, no existe más que el análisis personal y el proceso de supervisión.

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