Apatía en la adolescencia
Por Beatriz Elías
El duelo es un proceso que atraviesa nuestra vida en todo momento. Cada duelo reactiva situaciones de pérdidas pasadas, pero también nos brinda la posibilidad de cambio y enriquecimiento. Implica un trabajo de elaboración mental, que nos lleva a asumir una posición y renunciar a otra. Es una búsqueda de nuevos ideales que se acompaña con una sensación de desamparo. Todo duelo implica una pérdida que coexiste con un renacer.
La adolescencia es, sin duda, una de las etapas de la vida en la que el trabajo de duelo es mayor. Aberastury (1981) la describe como una fase “semi-normal” o “semi-patológica” en la que el joven tiene que resolver tres pérdidas fundamentales: el duelo por el cuerpo infantil, el duelo por el rol y la identidad infantiles y el duelo por los padres de la infancia.
Las principales tareas de estos duelos consisten en construir una imagen corporal que sea acorde a sus cambios físicos, abandonar la bisexualidad infantil, encontrar una relación íntima y sexual fuera de casa, renunciar a la dependencia y aceptar nuevas responsabilidades, dejar la imagen interior infantil y el lazo con los objetos originales y conceder a los otros una capacidad de amar que sea distinta a la propia (Aberastury, 1981).
Como se puede ver, la elaboración de estos duelos no es algo sencillo para la mente del adolescente; quizá es una de las razones por las que se le considera una etapa “semi-patológica”, pues los jóvenes se encuentran desorientados, confundidos, con un sentimiento de falta de control, altibajos en la autoestima, miedo y desesperación. Su pensamiento tiende a ser omnipotente y su estado de ánimo puede oscilar entre la depresión y la manía, como una forma de defensa.
Meltzer (1992) piensa que los jóvenes pasan por un período de rebeldía contra la tiranía de la estructura jerárquica de la vida adulta. Dicha rebelión contra la vida familiar los lleva a crear comunidades donde idealizan al grupo y adquieren una pseudo identidad que les facilita el rechazo de la realidad y el repliegue a la fantasía infantil. La tarea del adolescente es salir de este tipo de funcionamiento primitivo para establecer relaciones íntimas y, finalmente, lograr una adaptación adulta capaz de diferenciar entre una máscara social adaptativa y una vida interna rica en relaciones íntimas con las personas que verdaderamente significan algo para ellos.
Si bien todos pasamos por esta fase turbulenta, la forma en la que los duelos se superan puede variar. Cuando la mente del adolescente no está dispuesta a tolerar el dolor que el crecimiento implica, la elaboración del duelo se puede complicar. Entonces surgen defensas para negar la pérdida de la infancia, con tendencia a un comportamiento impulsivo y desorganizado. Se niega el vínculo con el objeto, lo que impide aprender de la experiencia; eso lleva a que se desarrolle una pseudo madurez que puede terminar en un estado de desgane y depresión.
El estado de apatía en el adolescente es un fenómeno que se ha incrementado en los últimos tiempos y que afecta a un sinnúmero de jóvenes de todas las edades, no solo en la escuela, sino en todas las áreas de su vida. La apatía se puede definir como una actitud hacia la vida y las relaciones. La finalidad es mostrarse pasivo y obtener satisfacciones sin esfuerzo; la comodidad es el valor máximo. Aparentemente, esto no es problemático para el adolescente, pero sí lo es para quienes lo rodean. Es una actitud que puede permanecer hasta la vida adulta. (Valentini, 2008).
En Claustrum, Meltzer (1992) habla de los moradores del pecho-cabeza. Describe una situación en la que se idealiza un estado de plenitud sin esfuerzo. La fantasía de estar dentro del cuerpo de la madre y apropiarse de su conocimiento lleva a estos individuos a una condición donde se evita la demanda de actividad mental. El joven apático evade la toma de decisiones y cualquier frustración; en él predomina la fantasía y desarrolla un estado de dependencia extrema hacia los otros, que raya en la tiranía. No es auténtico e imita la forma de ser de otras personas.
La apatía se desarrolla para poder mantener disociados ciertos aspectos de la mente, con la finalidad de no pensar en los conflictos y las emociones, no hacerse cargo de los cambios y no pensar acerca de sí mismo. La intención es no responsabilizarse por el paso del tiempo y preocuparse por los otros. Se observa una incapacidad para enfrentar las experiencias o tolerar la soledad. El individuo busca evadir el dolor que implica vivir los procesos de vida, aguantar la incertidumbre y hacerse cargo de su propia agresión. Como resultado de esta escisión, el sujeto se queda en un estado de pasividad, de aparente comodidad; se defiende con una actitud de falta de interés y pseudo cooperación. Evita todo aquello que lo enfrenta a su propia necesidad; se cree omnisciente, juzga, es orgulloso, altanero y con falsa apariencia.
Este esfuerzo por no sentir el dolor que implica crecer y renunciar, tiene graves consecuencias: la mente no crece, ni se desarrolla, ni madura. Esto genera una dificultad para enfrentar los retos de la vida; las personas se convierten en adultos-adolescentes que no pueden establecer relaciones interpersonales íntimas y significativas, distorsionan la realidad y crean cada vez más defensas para no enfrentar el doloroso hecho de que la vida se les ha ido sin poder lograr una identidad auténtica e integrada.
Como diría Meltzer, el peligro de estar atrapado en el compartimento “cabeza-pecho” es la constante amenaza de ser descubierto como un intruso, tener que escapar y, en el proceso, caer al compartimento del “recto” donde domina la tiranía.
La alternativa para un verdadero crecimiento mental es tolerar el paso del estado infantil omnipotente con padres todopoderosos a un nuevo estado, púber, de confusión y duelo, para alcanzar un estado adulto donde se elabora el duelo. La capacidad para pensar y tolerar las emociones no es hereditario, sino un esfuerzo individual, una actividad vital, buena y fuerte; es un deseo de responsabilizarse por el cuidado y bienestar de los objetos internos.