¿Somos los padres los mejores amigos de nuestros hijos?
Lo esencial es no perder la orientación. Siempre pendiente de la brújula, siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron salir de la región encantada.
Cien años de soledad, Gabriel García Márquez
Por Andrea Méndez
¿Cómo construyen una buena relación los padres con sus hijos? ¿Cuál es la mejor distancia? ¿Hay que contarse todo? Recientemente, en una situación social, tuve oportunidad de observar distintos tipos de vínculos paterno-filiales. Me llamaron la atención dos ejemplos en particular, en uno, el hijo adolescente le hablaba a su papá por su primer nombre. El papá decía orgulloso que eso los unía y que no quería ser de esos papás “anticuados” que ponen barreras con los hijos. Manifestaba: “quiero que, si conoce las drogas o el alcohol, sea conmigo, que si tiene algún problema pueda ser su confidente, lo que pasa queda entre nosotros, ni su mamá se entera”.
El otro caso fue el de una mujer de mediana edad quien relató que, desde pequeña, su mamá le inculcó el deporte como disciplina: pasara lo que pasara, tenía que entrenar diario y no había espacio para hablar de lo que sentía, o de si lo disfrutaba o no. A la hora de la comida, sólo se podía conversar de los entrenamientos y, aunque podría considerarse como un legado de su madre, sentía que el deporte las estaba distanciando.
En el primer caso, recordé la serie de Gilmore Girls, que trata de una mamá joven y su hija adolescente, quienes comparten todo lo que les pasa, platican sin filtro e intercambian ropa, pues sienten que no hay una gran brecha entre ellas. Esto no significa que, referirse a los padres por su primer nombre sea sinónimo de eliminar la barrera generacional, sino que, más bien, esto va acompañado, muchas veces, de la imposibilidad de los padres para tolerar que son diferentes a sus hijos en edad, en “horas de vuelo”, en las experiencias aprendidas. El problema es que se ignora que, esta barrera, más que alejarlos de sus hijos, es la que ayuda al niño a crecer e identificarse con ellos y a los padres a tomar el rol de cuidadores, de quienes protegen, pero también de quienes ponen límites.
Freud (1908a) describe en La novela familiar del neurótico que, en la infancia, nuestros padres fueron una especie de dioses del Olimpo para nosotros, los más guapos, inteligentes y fuertes, pero es necesario que esta imagen idealizada caiga, para así poder crecer e identificarnos con figuras más cercanas. Esto implica un proceso doloroso y necesario, pues los padres tienen que aguantar que, al caer del pedestal en el que estaban, ahora serán comparados con otros padres “mejores” desde la perspectiva del hijo: unos más “buena onda”, con mejor casa, más intelectuales, más deportistas o lo que sea que en ese momento se valore desde la mirada del hijo.
Junto con tener que tolerar lo anterior, también es necesario que los papás activamente ayuden a que se forme esta diferencia, por ejemplo, poner límites. Con esto me refiero a establecerle al hijo horarios de llegada, tipo de decisiones en las que puede participar, indicarle lo que se tolera o no dentro de la casa, etcétera; pero también a ponerse límites a sí mismos, es decir, entender que el tipo de vida que llevan sus hijos y ellos no es igual.
Recuerdo a una alumna que constantemente se quedaba dormida en clases, porque en las noches salía a bares con su mamá. Dicha situación comenzó después de que los padres se separaron. La alumna comentaba que su mamá le pedía que la acompañara, para poder superar la separación con el papá. En este caso, podemos pensar que la mamá no está siendo capaz de manejar la separación y los sentimientos que esto le despierta, y, en lugar de tratar de resolverlos o hablarlos con un par, toma a la hija como bastón. No es raro que, después de una separación de pareja, los padres les pidan a los hijos dormir con ellos.
Es importante que estos límites se implementen desde que nacen los hijos. Winnicott, analista británico, plantea que al recién nacido le ayuda mucho que la mamá (o quien tenga ese papel) establezca horarios para bañarlo, alimentarlo, jugar, dormir, pues esto le permite al bebé generar cierta concepción del tiempo. Además, saber que las actividades comienzan y finalizan le permite entender, tanto que hay otro del que depende, como su frustración, por ejemplo, el quitarle el pecho después de que ya comió, le ayuda a tolerar los embates de la vida. Pero para que esto ocurra, es necesario que los padres también tengan tolerancia a la frustración, pues no es raro ver casos en los que las mamás siguen amamantando al hijo de tres años, y no han podido regresar a trabajar porque les preocupa hacerle pasar por un momento difícil al niño, por lo tanto, pensemos que algo les pasa también a los padres al poner límites.
Para finalizar, no quiero decir que no pueda haber cercanía entre padres e hijos, conversar, preguntar, o compartir intereses, pero la intención de este artículo era resaltar que la ausencia de la brecha generacional (sentir que somos exactamente iguales) es algo que impacta tanto a los padres, como a los hijos.
Referencias
Freud, S. (1908a). La novela familiar de los neuróticos. En Obras completas de Sigmund Freud, Tomo 9 (pp.213-220). Buenos Aires: Amorrortu.
________ (1908b). El sepultamiento del complejo de Edipo. En Obras completas de Sigmund Freud, Tomo 19 (pp. 177-187). Buenos Aires: Amorrortu.
Winnicott, D. (1951). Objetos y fenómenos transicionales (pp. 27-62). En Realidad y juego. Barcelona: Gedisa.