Taller Superyó: pulsiones e identidad

Catherine Goestchy

En 1923, Freud introduce el superyó como una de las tres instancias de la mente, al lado del ello y del yo. Este concepto le permite explicar algunos fenómenos que cobran una importancia cada vez mayor en el trabajo clínico, principalmente la existencia de sentimientos de culpa inconscientes, puestos en evidencia años antes (desde 1907, Freud ya suponía que los ceremoniales del sujeto obsesivo eran causados por una conciencia de culpa de la cual no se percataba). En ocasiones, dichos sentimientos constituyen un fuerte obstáculo a la cura, como si predominara en los pacientes la necesidad de estar enfermos. Cabe señalar que, para Freud, no nacemos con un superyó, sino que éste aparece en el quinto o sexto año de vida. Es el resultado de una diferenciación dentro del yo a partir de una identificación con las figuras parentales, más precisamente con sus prohibiciones en torno a la satisfacción de los deseos edípicos (es decir, el querer ocupar un sitio especial con uno de los progenitores y el deseo de eliminar al otro; surgen en la infancia pero suelen perdurar en la vida adulta). Por eso lo nombra el heredero del complejo de Edipo.

Analistas posteriores enriquecen y modifican las ideas freudianas acerca del superyó, en particular respecto a cuándo y cómo se forma, a sus funciones y en qué consiste: si se trata de una estructura de la mente, o bien de un objeto interno. Esas divergencias teóricas son intentos de entender de manera más precisa lo que pasa en el consultorio.

Se observa que el superyó, en particular cuando es muy severo, contribuye a la aparición de malestar psíquico, conflictos internos, defensas y síntomas. Algunas personas se sienten desdichadas por no cumplir sus objetivos, otras se encuentran paralizadas a la hora de emprender cualquier acción y otras más estropean invariablemente sus posibilidades de éxito en el último momento. Asimismo, alcanzar la perfección puede volverse una obsesión y el fracaso desencadena un sin fin de autorreproches. Algunos niños padecen terrores nocturnos donde monstruos los persiguen y los atacan. En casos más extremos, ciertos individuos tienden a ponerse en situaciones de riesgo, como si buscaran ser lastimados o castigados, por supuesto, sin tener conciencia de ello. Todas las corrientes psicoanalíticas han vinculado la gravedad de la patología mental con el malfuncionamiento y la hiperseveridad del superyó. ¿Por qué se vuelve tan despiadado? ¿De dónde saca esa crueldad con la que maltrata a la persona misma?

El superyó es el lugar donde se entrelaza lo individual con lo social. Pertenece a la vez al eje intrapsíquico —deseos, emociones y pulsiones presentes en nuestras mentes— y al eje intersubjetivo —se construye a partir de identificaciones, es decir, se alimenta de los valores y reglas presentes en el medio en el que uno se cría—. Muchos autores subrayan la conexión entre el superyó y las pulsiones, lo cual explica su carácter imperativo e irracional: tanto la agresión como la libido participan en su formación. Freud llega a mostrar que la intensidad del sentimiento de culpa no deriva de los deseos incestuosos, sino de la agresividad, razón por la cual vincula el superyó con la pulsión de muerte.

Para las corrientes psicoanalíticas que privilegian un superyó temprano, éste aparece justamente en fases donde el sadismo está en su apogeo. Sin embargo, la conciencia moral se origina también a partir del arrepentimiento, de la preocupación por haber dañado al otro y de la identificación con los objetos amados. Muchos analistas, inclusive Freud, se han preguntado si las características del superyó dependen de la educación recibida en casa, donde los hijos de padres más permisivos tendrían, por consiguiente, un superyó más benévolo, aunque no es siempre así. El superyó de un sujeto se forma a partir de la internalización del superyó de los progenitores; más tarde recibe la influencia de personas que llegan a ocupar su lugar, tales como maestros y figuras admiradas.

Asimismo, el superyó contribuye a definir quiénes somos, es un pilar de la identidad. Por un lado, es el representante de nuestro pasado familiar y cultural a través de las numerosas identificaciones que lo configuran. Por el otro, es el portador de los valores ideales internalizados a lo largo del crecimiento y de las aspiraciones a las que tendemos. Es indisociable de nuestra historia individual, en particular la de los anhelos edípicos y su represión, de allí en adelante regula el deseo y la elección de objetos de amor. Finalmente, nuestro carácter —o forma de habitual de ser— está moldeado por las reglas incorporadas y las defensas contra las pulsiones del ello.

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