El desarrollo de la teoría sexual en el psicoanálisis freudiano y postfreudiano (parte 4)

Jorge Salazar

La teoría sexual postfreudiana

La vigencia de la teoría sexual freudiana no permanece incólume en el psicoanálisis contemporáneo. Con el transcurso de los años, la obra precursora de Freud fue, ha sido y continúa siendo revisada, enriquecida y aumentada con la de sus seguidores; no obstante, sus fundamentos teóricos y prácticos son inconmovibles. En consecuencia, la mayoría de los conceptos freudianos —si no es que todos— son resignificados por las distintas escuelas psicoanalíticas postfreudianas que desarrollan —a la manera de ramificaciones que proceden de un tronco común— aspectos diversos del pensamiento de Freud y, debido a ello, los conceptos que él creó adquieren una significación ampliada respecto de la que originalmente tenían. Nociones con fuerte raigambre freudiana como inconsciente, complejo de Edipo, castración, libido, represión, envidia del pene, deseo, fantasía, junto con muchas otras, son incorporadas en las teorías postfreudianas y, desde ahí, puestas en práctica. Así se comprende también que el psicoanálisis contemporáneo (Green, 2002; Leiberman y Bleichmar, 2013), que planta con firmeza su pie en la genial invención de Freud, más que realizarse de forma estrictamente freudiana, incluya la aplicación de las ideas psicoanalíticas que continúan en expansión.

Lemma y Lynch (2015) reconocen la riqueza de las aportaciones freudianas para el estudio y comprensión de la sexualidad humana y destacan, entre otros, los siguientes elementos de su teoría sexual. Freud acentúa el desarrollo psicosexual como impulsor de la formación del psiquismo y de la sexualidad adulta, la cual en todas sus manifestaciones directas (conductas y fantasías) e indirectas (síntomas neuróticos y rasgos caracterológicos) contiene las huellas de las experiencias emocionales tempranas. Al mismo tiempo, subraya el aspecto infantil de la sexualidad que procede de las relaciones intersubjetivas de la infancia. De este modo, la sexualidad no solo es la expresión de un impulso biológico, sino el efecto de la interacción con el otro, quien contribuye a modularla. La sexualidad tiene una participación fundamental en las vicisitudes del vínculo y en la organización de la fantasía inconsciente y de las experiencias intrapsíquicas. Por otro lado, conviene diferenciar entre las experiencias sexuales de la infancia y la sexualidad infantil que permanece en forma residual en el inconsciente. No olvidemos que el inconsciente freudiano —en su acepción de instancia tópica en el aparato mental— está constituido básicamente por la sexualidad infantil reprimida (Casas de Pereda, 2014). El retorno de lo reprimido, es decir, las formaciones de compromiso o sustitutivas que se presentan en los fenómenos neuróticos, en esencia, es la vuelta de lo sexual desfigurado a la conciencia.

Otro aspecto destacado de la teoría sexual freudiana es la inclusión de una cualidad “anormal” en la sexualidad “normal”. Esto es, al establecer la independencia entre la pulsión sexual y la elección de objeto libidinal, queda abierta la posibilidad de que los componentes “perversos” de la pulsión encuentren satisfacción en las diversas prácticas sexuales. Así, la sexualidad adquiere otras finalidades, más allá de la obtención de placer, como las que observaron Stoller (1979, citado por Lemma y Lynch, 2015), en la que el impulso sexual se emplea para atemperar afectos intensos o traumatismos psíquicos mediante la sexualización de la ansiedad, y Glasser (1979, 1992, citado por Lemma y Lynch, 2015), en la que los terrores primitivos se sexualizan como estrategia defensiva en las relaciones intersubjetivas tempranas. Por otra parte, la noción de bisexualidad introduce la diversidad y la complejidad en el núcleo de la experiencia sexual humana. Ambos progenitores —y después de ellos, otros objetos de amor— son investidos libidinalmente creando en el sujeto, por un lado, la ilusión megalomaníaca de poder conservarlos en la sexualidad adulta para disfrutar las aspiraciones pulsionales duales; por el otro, el desarrollo psicosexual impone la renuncia a uno de ellos, la elaboración del duelo que esta conlleva y el reconocimiento de la diferencia sexual en aras de privilegiar una práctica monosexual. En todo caso, las identificaciones con ambos padres permanecen en la realidad psíquica y en los aspectos simbólicos de las fantasías sexuales. Por último, para Lemma y Lynch (2015), la concepción freudiana de la sexualidad involucra experiencias emocionales que vuelven más significativos los aspectos psíquicos que los meramente biológicos. En este mismo sentido, la sexualidad humana no es reducible a la dimensión individual, sino que requiere pensarse necesariamente desde la relación intersubjetiva.

Celia Harding (2001), por otra parte, resalta la forma en la que Freud concibe los impulsos sexuales y agresivos como fuerzas innatas que dirigen el desarrollo psíquico y la necesidad de que estos sean integrados en la vida emocional a partir de la imposición de restricciones sociales. Las experiencias de gratificación y de frustración durante la evolución psicosexual serán determinantes para el curso de su desarrollo. Las pulsiones parciales pueden fijarse con tenacidad a ciertos objetos tan placenteros que estos constituyen un fin en sí mismos, más que la satisfacción genital. En este sentido, la sexualidad genital es solo uno de los resultados posibles del desarrollo libidinal.

Probablemente, son dos los acontecimientos responsables que durante la segunda mitad del siglo xx inspiraron las principales modificaciones a la teoría sexual freudiana. El primero es la reconsideración de la homosexualidad como una variante sexual y no como un trastorno, lo cual permitió su liberalización de los códigos penales y su desclasificación de los manuales médicos diagnósticos (Dean y Lane, 2001; Drescher, 2008; Friedman, 1988; Lewes, 1988; Socarides, 1968, 1995; Stoller, 1968). El término neosexualidades, acuñado y promovido con acierto por McDougall (1995), sintetiza el cambio de mentalidad al respecto en el movimiento psicoanalítico. El segundo es el feminismo y los estudios de género que han realizado aportaciones imprescindibles para la mejor comprensión de la sexualidad femenina tanto como de la constitución de las identidades de género (Benjamin, 1988; Butler, 1990; Chasseguet-Smirgel, 1976, 1999; Chodorow, 1978, 1979, 1989, 1992; Dio Bleichmar, 1991, 2002; Kristeva, 2004; Kulish, 2000, 2010; Irigaray, 1977; McDougall, 1995, 2004). Numerosos autores —sobre todo autoras— sostienen diversos puntos de vista sobre la teoría sexual que, más que apuntalarse en Freud, contrastan con sus postulados. Barden (2011), por ejemplo, piensa que la concepción freudiana de la sexualidad se sustenta en la normatividad heterosexual y que un sector conservador del psicoanálisis postfreudiano ha seguido colocándose en esa línea de comprensión que es lo más alejado del espíritu del psicoanálisis, erigido desde siempre en contra de toda reglamentación y supuesta normalidad. Añade que la teoría freudiana, construida en las postrimerías del siglo xix, es heredera de la Ilustración europea y por ello privilegia sus valores: el pensamiento racional, el progreso científico, el individualismo y el triunfo de la razón sobre los instintos. Freud fue parte de esta mentalidad y, aunque se abocó al estudio de lo irracional en el ser humano, lo hizo desde el positivismo científico que infiltró toda su obra. En este mismo sentido, McDougall (2004) afirma que la concepción freudiana de la sexualidad femenina está basada en los valores de la época victoriana que otorgan al varón el privilegio en el ejercicio de su sexualidad, al mismo tiempo que condena a la mujer a vivirla como un deber conyugal o con sacrificio, frigidez y placer simulado —cuando no también en la prostitución, aun en la de élite (las cortesanas, por ejemplo)—. Colman (2001), para rematar, sostiene junto con muchos otros que la teoría sexual freudiana es falocentrada y constituye un error considerarla como referente de una concepción más amplia de la sexualidad.

Los estudios de género aplicados al psicoanálisis dirigen su crítica también a Jacques Lacan (1901-1981), quien reformula el pensamiento freudiano en términos simbólicos. Para Lacan, la constitución subjetiva está atravesada por la castración simbólica y la falta del falo en ambos géneros es la condición del deseo que busca, sin encontrarlo jamás, al objeto de su satisfacción. Es por ello que su teorización adolece de la norma masculinizante en la mirada sobre la mujer (Moi, 2004) o está afincada en el binarismo sexual (Verhaeghe, 2004). La multicitada frase: “No hay relación sexual” (Lacan, 1964), entre otros significados posibles, remite tanto a la imposibilidad de satisfacer la pulsión, como a la falta de complementariedad del sujeto con el otro. La relación sexual se sitúa, entonces, en la dimensión imaginaria del deseo y constituye una mascarada en la que la ilusión narcisista prevalece sobre el reconocimiento de lo imposible. En otro momento de su enseñanza, Lacan acuñó otra frase reveladora del espejismo del amor: “El amor es dar lo que no se tiene a quien no es” (Lacan, 1960-61). Con base en Freud, Lacan sostiene que no hay nada en lo psíquico que permita establecer la diferencia sexual y llenar de sentido las nociones de masculino y femenino. Así, la identidad sexual es una construcción del lenguaje por medio del cual los atributos imaginarios y simbólicos del sujeto provienen de su exterior y le otorgan su significación. Mediante las fórmulas de sexuación cada sujeto, hombre y mujer, encuentra —o no— la conformidad con su propio cuerpo y la forma de vinculación con el otro. El goce es la experiencia que testimonia para Lacan el aserto de que el placer sexual no está adherido únicamente a la dimensión libidinal, sino que la traspasa para insertarse en el campo de la pulsión de muerte y de la compulsión a la repetición.

Melanie Klein (1882-1960) efectuó una significativa ampliación de las ideas freudianas y su obra destaca entre los desarrollos teórico-clínicos postfreudianos. Esta autora enfatiza la relación temprana con la madre y las emociones primitivas de amor y odio para promover el crecimiento mental. En la teoría kleiniana es central el concepto de fantasía inconsciente, ya que es el libreto de la vida anímica, organiza los vínculos de los personajes del mundo interno y determina las acciones en la realidad externa. La concepción kleiniana de la mente es un escenario poblado de objetos internos que representan una dramatización continua —al modo de un teatro mental— de las experiencias vitales. Así, no hay ningún aspecto observable en el acontecer del ser humano que no esté teñido de las cualidades emocionales de la fantasía inconsciente. La sexualidad se encuentra entrelazada con la agresión y adquiere distintas modalidades o niveles de expresión, según los contenidos de la fantasía inconsciente que la determinan. Con base en el dualismo pulsional freudiano, Klein construye una teoría del desarrollo psicosexual en el que las pulsiones de vida y de muerte, la angustia frente a estas y las defensas que se les oponen desempeñan un papel predominante en la integración del psiquismo (Klein, 1952). Con Klein es posible afirmar que no hay una forma pura de agresión o libido en la mente; más bien, existe una integración de agresión con atributos sexuales o de sexualidad con aspectos agresivos. El nivel de dicha mezcla depende de las cargas constitucionales y de la regulación de los afectos efectuada por la función materna, esto último postulado ya por los teóricos postkleinianos entre los que sobresalen Wilfred Bion (1897-1979) y Donald Meltzer (1922-2004). El niño o la niña encuentran en el pecho materno al primer objeto de amor-odio que sus fuertes impulsos innatos intentan destruir para luego reparar. El complejo de Edipo kleiniano se vive en etapas precoces del desarrollo emocional e incluye al pene del padre como parte del interior del cuerpo materno. El predominio de experiencias buenas en el desarrollo temprano, es decir, de sentimientos libidinales de amor, bondad y generosidad, logra la internalización del objeto bueno en la mente y, con ello, el sujeto accede a una sexualidad madura, adulta y creativa que repara en la fantasía inconsciente el coito de los padres. Por el contrario, el predominio de experiencias negativas se acompaña de sentimientos violentos y destructivos que tornan los fines sexuales narcisistas, defensivos o agresivos. En estos casos, la identidad sexual permanece indiferenciada debido a la dificultad para separar psíquicamente a los objetos parentales, mientras que en el primero la renuncia a la fantasía omnipotente bisexual permite asumir en la posición depresiva la identidad femenina en la niña y masculina en el niño, así como mantener una elección heterosexual de objeto.

No quisiera finalizar esta exposición sin referirme brevemente a un debate originado hace un par de décadas en el psicoanálisis francés y respondido posteriormente por diversos autores en el que la teoría kleiniana está involucrada. André Green (1927-2012) y Janine Chasseguet-Smirgel (1928-2006) publicaron sendos artículos en los que llamaron la atención sobre la inexplicable ausencia de la sexualidad en la clínica psicoanalítica contemporánea. Ambos explican el descentramiento de la sexualidad en la situación analítica como resultado de la evolución del psicoanálisis y del reemplazo de la teoría pulsional freudiana por la teoría kleiniana de relaciones objetales y por la psicología del self, desarrollada por Heinz Kohut (1913-1981). Green (1995, 1997a, 1997b) aduce que en la teoría de Klein la relación del bebé con el pecho incluye de entrada el predominio de los aspectos libidinales y agresivos en función de la nutrición y de los impulsos orales. Por este motivo, la genitalidad —y con ella, la sexualidad— es secundaria a la resolución de la ambivalencia en el vínculo con el pecho; además, el peso que le concede Klein a la agresión en la vida mental es mayor que al de la sexualidad para promover o inhibir el desarrollo emocional. Esta modificación en la teoría, concluye Green, desplazó involuntariamente a la sexualidad del centro de la comprensión de los conflictos psíquicos. Otros autores discrepan de la interpretación que él hace de la influencia negativa del kleinianismo sobre la sexualidad. Lubbe (2008), por ejemplo, piensa inclusive que la sexualidad no puede estar más presente en la teoría y la práctica psicoanalíticas kleiniana y sobre todo postkleiniana a partir de las ideas de Meltzer (1973) acerca de los estados sexuales de la mente. Se trata, por el contrario, de una visión ampliada, enriquecida y compleja de la sexualidad que desde luego contrasta con la concepción original pulsionalista freudiana. Chasseguet-Smirgel (1997), por su parte, también afirma que la teoría kleiniana no sacrifica a la sexualidad en su comprensión del desarrollo emocional infantil, puesto que la incluye en la complejidad de la relación de objeto. No opina lo mismo, sin embargo, de la psicología del self, a la que esta autora responsabiliza en verdad del descentramiento de la sexualidad en la práctica psicoanalítica. Budd (2001) sostiene la hipótesis de que el entorno cultural en el que un analista se forma y ejerce su práctica influye en la comprensión del material clínico y en su estilo interpretativo. Así explica el hecho de que sean los autores franceses quienes evidencian el recato de sus colegas anglosajones en materia sexual. Kohon (citado por Lemma y Lynch, 2015) esgrime —no sin razón— que la ausencia de la sexualidad en el consultorio psicoanalítico revela la resistencia en todos nosotros; la resistencia de la que siempre advirtió Freud y se opone al progreso del análisis, al mismo tiempo que evidencia la dificultad para aceptar los aspectos más impresentables de nuestra sexualidad. Es pertinente reconocer en este punto las observaciones previas realizadas por Horacio Etchegoyen (1919-2016) sobre el descuido del analista para interpretar los contenidos sexuales en el material analítico, aun cuando estos son explícitos (1994). Birksted-Breen (2016) zanja el debate al afirmar que la teoría de las relaciones objetales no se opone a la teoría pulsional y, más bien, se complementan una a la otra, pues la primera incluye a la segunda en el vínculo emocional. Lo anterior es un ejemplo palmario que evidencia el pluralismo de nuestra disciplina y las posibilidades de pensar la complejidad humana desde múltiples perspectivas (Bleichmar y Leiberman, 1989; Leiberman y Bleichmar, 2001, 2013).

Este es un extracto del artículo: Salazar, J. (2017). El desarrollo de la teoría sexual en el psicoanálisis freudiano y postfreudiano. En Wiener, A. M., Salazar J., Puig M. et al. La sexualidad. Ciudad de México: Centro Eleia.

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