El arte de mentir

El arte de mentir. Un hombre de 51 años de edad, a quien llamaré “Sr. Pinocho” sufría un extraño problema. Cuando trataba de mentir, se desmayaba y tenía convulsiones. En esencia, se volvió una especie de Pinocho, la marioneta ficticia cuya nariz crecía con cada mentira.

Para este paciente, las consecuencias fueron demasiado reales: era un funcionario de alto mando en la actual Unión Europea y sus compañeros de negociación podían darse cuenta inmediatamente cuando ocultaba la verdad.

Su condición, síntoma de un extraño tipo de epilepsia, no era sólo peligrosa, sino también era mala para su carrera.

Los doctores de los Hospitales Universitarios de Estrasburgo, Francia descubrieron que la raíz del problema era un tumor cerebral del tamaño de una avellana. El tumor probablemente aumentaba la excitabilidad de la región cerebral dedicada a las emociones; por lo que, cuando el Sr. Pinocho mentía, esta excitabilidad ocasionaba que una estructura llamada amígdala desatara ataques.

Una vez extraído el tumor, los ataques cesaron y el hombre pudo volver a sus funciones. Los doctores, quienes describieron el caso en 1993, nombraron a esta condición el “síndrome de Pinocho”.

El Síndrome de Pinocho

La odisea del Sr. Pinocho demuestra las grandes consecuencias que un cambio menor en la estructura cerebral puede ocasionar.

Igual de importante es que demuestra que mentir es un componente central del comportamiento humano; sin él, tendríamos dificultades para afrontar la vida.

En nuestro día a día, todo el tiempo decimos pequeñas mentiras blancas, a veces por simple amabilidad: “tu pastel estuvo delicioso (estaba horrible)”, “no, abuela, no estás interrumpiendo (sí interrumpió)”.

Un poco de engaño parece suavizar las relaciones humanas sin generar daños a largo plazo; pero ¿qué tanto saben los investigadores sobre las mentiras en nuestra vida diaria? ¿Qué tan necesario es mentir? ¿Cuándo empiezan los niños a hacerlo? ¿Mentir requiere más esfuerzo mental que decir la verdad?

Los científicos que exploran estas preguntas han logrado algunos avances, incluso han descubierto que la mentira en los niños pequeños es señal de que han adquirido algunas habilidades cognitivas esenciales.

Mentir o no mentir

Por supuesto que no todos concuerdan con que mentir es necesario. Generaciones de pensadores se han opuesto a esta perspectiva.

Los Diez Mandamientos exigen que digamos la verdad. El islamismo y el budismo también condenan la mentira. Para el filósofo del siglo XVIII Immanuel Kant, la mentira era “un mal radical innato en la naturaleza humana” y debía evitarse aun cuando se tratara de una cuestión de vida o muerte.

No obstante, la filósofa alemana Bettina Stangneth afirma que mentir debería ser la excepción y no la regla, puesto que las personas esperan escuchar la verdad en la mayoría de los aspectos de sus vidas.

Stangneth menciona en su libro Descifrando mentiras (2017) que, entre las razones por las que las personas mienten está la posibilidad de ocultarse, esconderse y alejarse de las personas que se entrometen en su zona de confort. Asimismo, escribe que es poco adecuado dejar que los niños interactúen con el mundo sin saber que los demás podrían mentirles.

Los niños deben aprender a mentir

A los niños pequeños les encanta contar historias, pero en general empiezan a decir mentiras alrededor de los cuatro o cinco años. Antes de iniciarse como artistas de la mentira, los niños primero deben adquirir dos importantes habilidades cognitivas.

  • Primero, el razonamiento deóntico: la capacidad de reconocer y entender las reglas sociales y lo que ocurre cuando éstas se transgreden.
  • Segundo, deben comprender la teoría de la mente, es decir, deben adquirir la capacidad de imaginar lo que la otra persona piensa.

Los mejores mentirosos

En promedio, las personas generan alrededor de dos historias al día, según la psicóloga social Bella M. DePaulo de la Universidad de California, Santa Barbara, quien en 2003 realizó un estudio en el cual los participantes escribieron “diarios de mentiras”; aun así, toma tiempo volverse un hábil mentiroso.

Un estudio realizado en 2015 que contó con más de 1,000 participantes investigó las mentiras de voluntarios holandeses de entre 6 y 77 años. De acuerdo con el análisis, los niños inicialmente tuvieron dificultades para elaborar mentiras creíbles, pero la facilidad aumentó con la edad. Los adultos jóvenes entre 18 y 29 años son los mejores y después de los 45 años empezamos a perder esta facilidad.

El estudio actual de los procesos psicológicos que se involucran en el engaño sostiene que para las personas es más fácil decir la verdad que mentir, ya que mentir requiere más recursos cognitivos.

Primero, debemos volvernos conscientes de la verdad y después tenemos que inventar un escenario posible que sea congruente y no contradiga los hechos observables. Al mismo tiempo, debemos suprimir la verdad para no delatarnos – es decir, debemos recurrir a la inhibición de respuestas.

Además, tenemos que evaluar correctamente las reacciones de nuestra audiencia para que, de ser necesario, podamos adaptar nuestra historia original. Existe también una dimensión ética, pues tenemos que tomar la decisión consciente de transgredir una norma social.

Todo este proceso de decisión y autocontrol significa que las mentiras se controlan en la corteza prefrontal, la región en la parte frontal del cerebro responsable del control ejecutivo y que incluye procesos como la planeación y regulación de emociones y comportamientos.

Detectar mentiras

Durante décadas se han utilizado dispositivos que miden si una persona dice la verdad (polígrafos). Dichas herramientas son deseables en parte porque los humanos somos malos detectores de mentiras.

En 2003, DePaulo y sus colegas resumieron 120 estudios de comportamiento y concluyeron que los mentirosos tienden a estar más tensos y sus historias carecen de intensidad, por lo que suelen excluir detalles inusuales que por lo general se incluirían en descripciones honestas.

Los mentirosos también se autocorrigen menos, es decir, sus historias con frecuencia son demasiado sencillas.

En otro análisis de estudios múltiples, DePaulo y un coautor encontraron que el 54% de las veces las personas podemos distinguir una mentira de la verdad, lo cual es ligeramente mejor que haberlo adivinado.

Incluso aquellos que se enfrentan a mentirosos con regularidad –como la policía, los jueces y los psicólogos– pueden tener dificultad para reconocer a un artista del engaño.

Los polígrafos

Los polígrafos existen para ayudar a medir distintos signos biológicos (como la conductancia de la piel y el pulso) que supuestamente ayudan a rastrear las mentiras.

A principios de la década de 1910, el psicólogo Gestalt Vittorio Benussi de la Universidad de Graz en Austria presentó un prototipo basado en la respiración; desde entonces, los detectores se han refinado y mejorado.

Los polígrafos detectan mentiras a un porcentaje mayor que el azar, aunque con frecuencia cometen errores. Se ha visto que la técnica de interrogación conocida como la “prueba de conocimiento culpable” funciona bien en conjunto con el polígrafo.

Para esta prueba, el sospechoso debe responder a un cuestionario de opción múltiple, cuyas respuestas sólo la persona culpable podría saber. La teoría detrás de esta técnica dice que, cuando se hacen preguntas que podrían revelar la culpa, la persona culpable muestra una excitación psicológica más pronunciada, según lo indican la conductancia de la piel y el tiempo retardado de respuesta.

¿Qué tan preciso es?

Este método tiene una precisión de hasta el 95% y casi siempre identifica a los inocentes como tales. A pesar de que esta evaluación es por mucho la técnica más precisa disponible, no es perfecta.

Recientemente, se han realizado experimentos para evaluar si las técnicas por imágenes, como la imagen por resonancia magnética funcional (IRMf), podrían ser útiles para detecta mentiras.

No obstante, las aproximaciones con IRMf tienen sus dificultades. En principio, se vuelve evidente que existen diferentes respuestas a las mentiras y verdades al momento de calcular que los resultados promedio de un grupo no necesariamente son aplicables a un individuo.

Además, los investigadores aún no logran identificar la región cerebral que se activa con mayor intensidad cuando decimos la verdad.

Como consecuencia, la honestidad de una persona puede revelarse sólo de manera indirecta, por medio de la ausencia de los indicios de una mentira.

Por lo pronto, una máquina capaz de leer los pensamientos y sorprender al cerebro en el acto de mentir es algo que aún no se vislumbra en el futuro cercano.

Resumen y traducción: Natalia Equihua

Artículo original: “The Art of Lying” por Theodor Schaarschmidt para Scientific American.

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