El duelo de envejecer
Por Natalia Ortiz Sanabria
Sigmund Freud (1992/1917), en su texto “Duelo y melancolía”, explica que el duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción como la patria, la libertad, un ideal, etcétera. Con ello, comenzaremos a experimentar una serie de emociones que podemos considerar esperadas, sin darles una connotación patológica, pero eso no significa que no tengamos que prestar atención a sus manifestaciones psíquicas, o hasta físicas. Por otro lado, si pensamos que las pérdidas serán inherentes a la experiencia humana, podríamos decir que mantenemos pérdidas específicas en cada etapa de la vida.
Desde que nacemos, tenemos la primera pérdida del cuerpo de nuestra madre; más adelante, en la infancia, distanciarnos de nuestros padres o hermanos para conocer nuevas personas cuando entramos a la escuela; durante la adolescencia, hacemos una separación y tenemos una pérdida de los ideales de los padres, para empezar a conformar la identidad. Llegada la adultez joven, empezamos a preocuparnos y ocuparnos del futuro: mantener una estabilidad económica, desarrollarnos en alguna profesión, pensar si se desea armar una familia tradicional o no. La mente se encuentra ocupada en echar a andar los proyectos hacia el futuro y, quizá, poco nos preguntamos por lo que sucederá unos años más tarde. Desde aquí, podemos pensar si esto ocurre a manera de defensa o si es adecuado no generar una angustia innecesaria en ese momento de la vida.
Lo que, en realidad, resulta innegable es el paso del tiempo y cómo va impregnado su paso en nosotros. Se dice que, llegada la vejez, las pérdidas se agudizan. Tal vez las más notorias son las que se instalan en el cuerpo, desde el aspecto que la piel va adquiriendo, hasta la pérdida progresiva o definitiva de alguna función física o cognitiva, que se entrelaza con las pérdidas laborales, familiares, la sexualidad, la muerte del cónyuge, de los amigos, etcétera. Hacer frente a las ansiedades que esto genera es un gran reto para la mente en dicha etapa vital.
Recuerdo la sesión de un paciente adulto mayor que se encuentra en tratamiento psicoterapéutico desde hace varios años. Me contaba que, durante el fin de semana, se animó a reencontrarse con sus amigos de la juventud (por algunas semanas hablamos mucho de esta posible reunión, por lo que puedo decir que, para que pudiera gestionar dicho encuentro, realizó un esfuerzo importante por entender las motivaciones que lo llevaban a querer tener esta convivencia). Hablamos mucho sobre las emociones que sentía respecto a su reencuentro; se preguntaba: “¿Cómo estarán? ¿Se encontrarán muy deteriorados física y cognitivamente? ¿Tendremos la misma conexión de aquellos años que recuerdo con cariño, o estarán convertidos en unos viejitos aburridos?”.
A esa sesión llegó muy contento, narrando que, por fin, había tenido la tan esperada reunión: habían bebido (en exceso) y tenido una comida típica del pueblo que visitaron; todos contaron anécdotas de la tan añorada juventud; se rieron y se alegraron por saberse juntos, pero no sólo eso, sino que el paciente incluyó dentro de su relato que no sabía cómo explicar una sensación agridulce que también le había dejado esta experiencia. Relató que los veía a todos canosos, con la piel manchada. Uno de ellos tenía que utilizar andadera para caminar, otro traía un aparato auditivo y él no pudo comer ni beber como lo deseaba, porque tiene diabetes y sentía que debía cuidar de sus compañeros, por si bebían en exceso.
Sin duda, podríamos pensar en muchas cosas para explicarle al paciente: lo más evidente, donde expresa estar muy contento por preservar una parte vital de él mismo, lo cual es generador de entusiasmo y le permite seguir acumulando vivencias emotivas, ricas de una emocionalidad positiva; pero también, que hay sentimientos de tristeza por lo que nota perdido: la salud, la juventud, las funciones motrices, hasta la pérdida definitiva, que es la muerte.
Con mucho esfuerzo, incluye en su relato que quizá sea la última vez que vea a sus amigos, contando que tener esa sensación le dio mucho miedo, pero que no quiso comentarles nada. Contrario a eso, dice que se puso efusivo, animándolos a tener pronto otra reunión. En ese momento, también para él fue más fácil hablar del deterioro de sus compañeros que del propio y lo hace solamente refiriéndose a las cuestiones de su salud física, pues le costó hablarme de sus propios cambios y de cómo vive en él mismo el paso de los años. Pero, sin duda, hace un ejercicio muy valioso para poner sobre la mesa de nuevo el tema de la muerte, que ronda su mente día con día.
En este breve relato se observa cómo un adulto mayor puede ir tramitando las vivencias que la etapa de desarrollo de la vejez presenta. Se mantiene con la necesidad de hablar, de reflexionar y de elaborar lo que se ha experimentado a lo largo de toda una vida, abriendo la oportunidad de encontrar significados nuevos y resignificar lo vivido. El vértice psicoanalítico hace una apuesta valiosa para poder entender con los pacientes de edad avanzada sus motivaciones inconscientes, sus principales miedos y, así, lograr hacer un acompañamiento en el deseo que tienen por seguir adquiriendo experiencias nutritivas y gratificantes.
Referencias:
Freud, S. (1992). Duelo y melancolía. Obras completas (vol. 14) Amorrortu editores. (Obra original publicada en 1917).